La paz: manifestación de verdadero amor de caridad
La paz es la tranquilidad en el orden.
Creo no equivocarme al afirmar que todos coincidimos en reconocer que, junto con el anhelo de felicidad, en nuestro corazón anida también un deseo profundo de paz: en la convivencia, en la sociedad, en nuestras familias y, por supuesto, en lo profundo de nuestras vidas. E, igual que nos pasa con el logro de la felicidad, experimentamos lo difícil que es lograrla, porque aparecen fuerzas contrarias, de disensión, que disgregan y enfrentan. A veces son intereses opuestos, otras veces deseos ocultos, pero siempre con el mismo efecto.
La paz implica la concordia entre las partes, pero va más allá, pues además de la unión exterior que se produce al darse unidad entre voluntades de las personas, implica la unión de las fuerzas al interior de cada persona, y sólo así se logra la paz verdadera. Para San Agustín se define como la “tranquilidad en el orden”, es decir, el efecto de que cada cosa y cada persona tenga el lugar que le corresponde priorizando lo más importante. Implica no envidiar el “lugar” o el logro de otro que genera discordia y, si no se corrige a tiempo, guerra (no siempre violenta).
En efecto, donde concurren varios protagonistas debe darse una cierta “concordia” o “unión de voluntades” y corazones que permita que todos caminen juntos en la misma dirección. Eso hace de la comunidad o sociedad una unidad con diversos miembros que convergen al bien común como su fin y no un conjunto de partes disgregadas entre sí. La concordia es compatible con la diversidad de opiniones y, de hecho, constituye una riqueza, siempre que haya acuerdo en lo esencial -los valores indiscutibles fundamentales. Por otro lado, la concordia no surge por arte de magia o porque lo imponga la ley, sino que es efecto propio de la caridad, como amor verdadero en el que –en Dios y desde Dios- “amamos al prójimo como a nosotros mismos; [y] por eso quiere cumplir el hombre la voluntad del prójimo como la suya propia” (Suma Teológica, II-II, q. 29, a. 3, in c).
No puede haber verdadera concordia sin querer con verdad al prójimo y su bien. Por eso no nos degrada inclinarnos a su voluntad, siempre que ésta busque el bien verdadero y lo quiera desde la caridad, pues –como regla suprema del amor a Dios y al prójimo- fundamenta la concordia al hacer posible la comunión de voluntades. Pero cuando no se busca el bien verdadero la concordia cae por su propio peso y se deslegitima, llegando incluso a justificarse la discordia, aunque nunca sin la verdad, pues, tal como sostuvo Joseph Ratzinger, “La verdad, asociada con el amor correctamente entendido, es el valor más importante. Tomás de Aquino pone el dedo en la llaga al señalar como una causa habitual de discordia e injusticia el que “cada cual busca su propio bien” sin atender al verdadero bien del otro (q. 37, a. 1, in c).
Por eso, si el criterio más profundo para la concordia es buscar el verdadero bien, entonces será condición para la auténtica paz, sin la cual no puede darse el bien común. Y esto, aunque deba vivirse de manera imperfecta en esta vida, al tener que tolerar discusiones generadas por sostener opiniones contrarias: “una discusión en cosas pequeñas se opone, ciertamente, a la paz perfecta que supone la verdad plenamente conocida y satisfecho todo deseo, pero no se opone a la paz imperfecta que es el lote en esta vida” (Ibid, a. 2, ad 2). Por otro lado, no hay que olvidar, por su estrecho vínculo, que “la paz es indirectamente obra de la justicia […] en cuanto elimina obstáculos” (ad. 3).
Mientras no cultivemos de corazón el orden -tanto interior como exterior- no podremos disfrutar de la verdadera paz. Y como la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde -ni más ni menos-, entonces la verdad en la justicia, pero siempre desde el amor, aparece como la irrenunciable condición y prioridad de toda sociedad y, por supuesto, de toda vida humana.
Esther Gómez de Pedro
Dirección Nacional de Formación e Identidad