Yo quiero ser feliz
“El fin último de todo hombre es la felicidad” (Suma Teológica I-II, q.1, a.8, sc)
¿Qué es lo más esencial en la vida de una persona? ¿Qué es lo más importante? ¿Para qué hacemos todo lo que hacemos? Puede sonar extraño, pero en último término todo lo que buscamos y queremos tiene como motivación de fondo ser felices (un poco más felices o un poco menos infelices, que viene a ser lo mismo). La finalidad y el sentido de la propia vida es acercarnos a la felicidad. Este impulso late siempre dentro de todos nosotros, aunque a veces lo olvidemos. Estamos “condenados” a buscar la felicidad (cf. ibid., q.5, a.8).
Ya que esto es así, ¡hagámoslo bien! Disfrutemos de tan maravillosa perspectiva. Y aprendamos a distinguir -entre la avalancha apremiante de impulsos, exigencias, anhelos y deberes- qué es lo más importante y qué es secundario, qué conduce y qué no hacia la felicidad.
No confundamos. No estamos hablando del egoísmo que busca sólo su propio bienestar a costa del de los demás. Ni siquiera del refinado y postmoderno sofisma de que “lo mejor que puedo aportar a los demás es preocuparme de mí mismo”. Nos referimos, en cambio, al principio más básico que pone en movimiento todos nuestros actos, buenos o malos, nos demos cuenta de ello o no, hagamos lo que hagamos: el anhelo radical de felicidad.
Este principio vital arranca de mi ser como individuo: quiero ser, quiero seguir existiendo, anhelo alcanzar mi plenitud existencial. Si no, dejo de actuar y de existir, me apago. Por lo tanto, este deseo no puede ser negado sin negar a la vez mi misma existencia. Es parte de un “amor” natural e irrenunciable hacia uno mismo, entendido como la adhesión más básica al propio ser. Es por ello que “cada uno se ama a sí mismo más que a cualquier otro, por cuanto tiene consigo mismo unidad substancial” (ibid., q.27, a.3).
Amarse a uno mismo y buscar la propia felicidad no es por lo tanto egoísmo, sino el primer requisito para existir y actuar, para desear y buscar cualquier otra cosa: incluso el bien y la felicidad de los demás (cf. II-II, q.26, a.4). De hecho, la experiencia y la fe nos indican que para alcanzar la propia felicidad la mejor estrategia es “olvidarse” de uno mismo y preocuparse de los demás (cf. ibid., ad2). Es decir, la felicidad opera como fin último, como horizonte implícito de nuestro actuar, y no como fin directo e inmediato de cada acción.
En conclusión, a la hora de evaluar cómo va nuestra vida, la primera pregunta debe ser ésta: ¿estoy alcanzando mi finalidad última, mi motivación de fondo, mi razón de ser?; o, lo que es lo mismo: ¿en qué medida estoy siendo cada día real y profundamente feliz?
Mauricio Echeverría