Tras la tormenta, brilla el sol
La tormenta de pasiones también lleve transformarse en la paz de la calma
Invierno chileno. Frío, lluvia, nieves, humedad, niebla que genera una profunda sensación de frío e incluso de soledad. Sin embargo, tarde o temprano, cesa la lluvia, el frío se suaviza y la presencia de un sol reconfortante cambia la faz de la tierra que, con su color verde, brilla y sonríe al espectador que la contempla. ¿No es esa una bella y real imagen de lo que es la vida de las personas, tanto interior como exterior? Ciertamente, también pasamos por momentos interiores de frío, tormentas, nieblas… es decir, malestar, ira, disgusto, enfrentamiento y hasta odio hacia otros, que culminan, o debieran hacerlo, en el sosiego del sol que ilumina y reconforta, es decir, en experiencias personales de apaciguamiento, arrepentimiento, alegría o reconciliación que al final nos devuelven la paz. Igual que la tormenta llega a su fin, aunque a veces tarde, también nuestros estados interiores de pasiones extremas o violencia -interna o externa, debieran transformarse en otros de sosiego y paz.
La lluvia es necesaria, la necesitan los campos para verdear y hacer crecer hierbas y frutos de todas clases. Pero cuando la lluvia es torrencial o se produce una granizada fuera de tiempo puede arruinar las cosechas, no por el agua, sino por la fuerza desmedida que daña. También nuestros afectos necesitan una manifestación y un cauce, no podemos dejar de sentirlos y son, cada uno en su medida, necesarios para una sana vida interior y espiritual. De ahí que Santo Tomás afirme que “Las pasiones que tienden al bien son buenas si es un bien verdadero, e igualmente las que apartan de un mal verdadero. Y, al contrario, las pasiones que consisten en el apartamiento del bien y en la aproximación al mal son malas. (Suma Teológica, II-IIa, q. 24, a. 4, ad 2).
Sin embargo, al igual que sucede con la lluvia cuando cae con demasiada fuerza, también estos afectos o pasiones, si están desbocados, pueden arruinar la vida interior y el equilibrio psíquico o emocional de las personas. Sucede, por ejemplo, que uno puede entristecerse cuando le falla un plan que acariciaba con grandes deseos. Y es sano que así suceda. Pero si esa tristeza se transforma en una angustia y falta del sentido de la vida, ya es un extremo que no le hace bien a la persona. Y lo mismo con una alegría moderada o extrema o con un odio hacia algo malo, en tanto que “el odio es cierta disonancia del apetito con lo que se aprehende como opuesto o nocivo” (Ibid, q. 2, a. 1, in c). No se debiera odiar a las personas, pues, hagamos lo que hagamos, nunca perdemos nuestra naturaleza de personas, lo que nos hace ser dignas de ser respetadas. Se puede odiar lo malo pero no a la persona. Un odio extremo puede llegar a alejarnos de alguien que nos ha herido en un momento pero con quien podríamos reconciliarnos.
O llevarnos incluso a un acto de violencia que atenta contra una persona. Tampoco esa respuesta es correcta. Es como la granizada, que arruina la cosecha. De ahí que, en esa mudanza interior y moderación de afectos y pasiones, la paz –ese valor que se nos muestra en estos momentos históricos como algo tan valioso y preciado- es algo que hemos de construir día a día, y reponerlo cuando quizás por debilidad caigamos en respuestas violentas extremas. Por estrecho que parezca nuestro ámbito de acción siempre podemos generar respuestas buenas, sanas o pacificadoras en torno nuestro que se replican en otros. La violencia, por el contrario, sólo suele provocar violencia.
Igual que tras la tormenta sale el sol también la luz de virtud ha de ordenar al recto obrar, cuando sea necesario, a los afectos, pues “para que el hombre obre bien se requiere […] que también esté bien dispuesta la facultad apetitiva por el hábito de la virtud moral” (Ibid, q. 58, a. 2, in c).
Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad