Templanza
Si recordamos el punto de partida de estas reflexiones, el insaciable y natural anhelo de felicidad, y la manera en que Tomás de Aquino nos presenta el único Bien capaz de llenarnos y hacernos realmente felices, que es Dios, nos es más fácil retomar la necesidad de la práctica de las virtudes morales cardinales que nos perfeccionan, individual y socialmente, al disponernos convenientemente para nuestro fin último. Prudencia, justicia y fortaleza han sido ya presentadas en estas líneas. Llega el momento de adentrarnos en qué es y cuál es la misión de la templanza, la última de las virtudes cardinales.
A diferencia de la fortaleza que, al movernos al verdadero bien nos hace superar las dificultades y obstáculos que nos separan del mismo, la virtud de la templanza nos permite gozar de los placeres sensibles de una manera ordenada y adecuada, sin desviarnos, por tanto, de nuestro fin, la verdadera felicidad.
¿Por qué es necesaria esta virtud? Porque, como seres racionales, con inteligencia y voluntad, debemos satisfacer nuestras necesidades naturales no según el instinto, sino de acuerdo a la recta razón, es decir, racionalmente. También a las operaciones naturales de conservación del individuo -alimentación- y de la especie –unión sexual- les sigue el efecto, común a todas las operaciones o actos, un cierto deleite o placer. Cierto, pues lo propio de un deseo es una cierta inquietud que dura mientras no se logra lo deseado, y cuando se logra, tal inquietud desaparece, produciendo una sensación de deleite. El placer sería un deleite sensible, mientras que el gozo es un deleite espiritual. Así, pues, el placer es algo perfectamente natural que tiene una determinada misión en nuestro ser y obrar. Pues, ¿qué sucedería si no gozáramos con el alimento que necesitamos para vivir, sino que sintiéramos repugnancia? En ese caso habría ciertas posibilidades de que no nos alimentáramos, sólo porque nos produciría disgusto, poniendo nuestra vida en peligro. Lo mismo que ocurre con el placer que produce el alimento y la bebida puede aplicarse al placer de tipo venéreo o sexual.
Este placer, por su fuerte componente sensible, puede, sin embargo, sentirse de una forma tan vehemente que nos incline a salirnos de la medida racional a la hora de satisfacerlo, y a buscar el placer sólo por el placer con lo que perderíamos de vista su papel de acompañante de ciertas operaciones. Tal cosa puede suceder, por ejemplo, al que bebe alcohol inmoderadamente sólo porque así se siente bien y se evade del mundo real, lleno quizás de sufrimientos. Precisamente por eso, tal vehemencia requiere ser moderada para no hacernos caer en extremos, sean por exceso o por defecto, contrarios al recto ordenamiento de la vida humana. Y como la virtud es aquella inclinación o disposición estable a la obra buena, es decir, a la que se ajusta a la recta razón, necesitamos una que modere o sujete la satisfacción de nuestras necesidades básicas al criterio racional. Tal es la templanza.
Tiene, pues, una doble misión. Una positiva y otra negativa, subordinada a la primera. Así, para gozar ordenadamente de los placeres sensibles y carnales, es necesario moderar los ímpetus desordenados por su vehemencia o falta de racionalidad. Ese desorden puede deberse a varios motivos: porque se desea más o menos de lo debido –suponiendo un deseo adecuado- o porque se desea fuera de la circunstancia o modo adecuado.
En el primer caso se cae en dos vicios opuestos: la intemperancia o la insensibilidad. Allí cuando se produce una búsqueda del placer por el placer y se alimentan constantemente, cada vez más, los deseos sensibles carnales, se cae en el primer vicio. Así lo expresó San Agustín en Las Confesiones: “Si se condesciende con el placer (intemperadamente), se forma la costumbre, o si no se resiste a la costumbre, se origina la necesidad”. Es menos frecuente que el desorden proceda no del exceso, sino del defecto, en cuyo caso se da el vicio de la insensibilidad, que consiste en un desprecio de tales operaciones, única y exclusivamente porque provocan placer; placer que es considerado como malo o pecaminoso.
En el segundo caso, el desorden procede la inconveniencia de las circunstancias o del modo. Sería el caso, por ejemplo, de un hombre casado que tuviera relaciones sexuales con una mujer que no es su esposa legítima. La circunstancia pone de manifiesto que la manera ordenada de “cumplir” con la naturaleza es la fidelidad conyugal y no la ruptura de la promesa de amor y de exclusividad del matrimonio, que acoge, como su lugar propio, el placer venéreo producido por la unión de los esposos y la apertura a la vida. Para terminar, vaya otro ejemplo. Podría ser el de una persona que, debido a una obesidad que pone en peligro su salud, se propusiera hacer régimen. Aunque en circunstancias normales, podría comer de todo sin problemas, aquí ella misma se impone una moderación en las cosas que puede o no comer. Sólo si tiene dominio sobre su apetito y sabe cuándo y con qué satisfacerlo, podrá bajar de peso.
Aparece, según lo considerado, la necesidad de ser dueños de nosotros mismos, también en relación a los deseos básicos como, como ser vivo, experimentamos. La clave de este señorío radica en obrar conforme a lo racional, y no conforme al instinto, que es algo animal. Según lo que somos, racionales, así debe ser nuestra felicidad.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal