Tan necesario como el agua

“Amar a Dios y amar al prójimo, es el agua sin el que no se puede vivir”

Los últimos acontecimientos en el sur de Chile han llenado páginas de diarios con algo tremendamente sencillo pero de absoluta necesidad para la vida del ser humano y que, precisamente porque nos hemos acostumbrado a tenerlo disponible y nos parece obvio, su ausencia lo ha llevado al primer plano: el agua. La necesitamos para vivir, lavar y cocinar, también para regar. Prácticamente en todas las casas hay agua corriente y es cuestión de un mínimo esfuerzo para obtenerla, caliente o fría. Es algo muy simple, que no tiene color, ni sabor, ni olor, pero que es vital para nuestra vida, algo como ese gran secreto que el zorro le transmitió al Principito, lo esencial que es “invisible” a los ojos.

Esto me hace pensar en varias cosas. La primera es que es fácil acostumbrase a todo, hasta a lo más vital e importante para la vida y que al acostumbrarnos nos puede parecer obvio. Y cuando sucede eso, corremos el riesgo de valorarlo menos, o incluso de desestimarlo. Otro riesgo es el de sentirnos dueños de lo que recibimos de manera natural y evidente y, por lo mismo, creernos con derecho a ello y perder la capacidad de asombrarnos y de agradecer que esté disponible para nosotros.

Pues bien, lo que el agua es para la vida en el plano material, lo es el amor en el plano espiritual y profundo de la existencia humana. También en este ámbito se corre el riesgo de acostumbrarse, dejar de valorarlo, de exigirlo como un derecho o de banalizarlo. Pero es innegable que no podemos vivir sin amor. Su ausencia se manifiesta en rencillas, guerras, peleas, odios, indiferencias, angustia, sinsentido, suicidios, homicidios, alevosía, etc. Llegados a este punto, no es de extrañar el núcleo de los conocidos mandamientos de la ley de Dios que, como sabemos, a lo que, en resumen, obligan, es a amar. Sí: amar a Dios y al prójimo. Parece un contrasentido que se nos obligue a amar cuando resulta que el amor es lo máximamente libre y gratuito. Sin embargo, por otro lado, sabemos que la ley siempre cumple una misión de pedagoga y de orientadora, para evitar el mal y promover el bien hasta que uno llegue a la perfección y no la necesite. Y, si avanzamos un paso más, es claro que como el mayor bien para la persona es amar y llegar a la unión con lo máximamente perfecto, que es Dios, en primer lugar, y, por ser su imagen y semejanza, cada persona humana, entonces es razonable que “la ley divina se ordene a amar”.

Al respecto afirma santo Tomás de Aquino, que estudió mucho estos temas, que “El fin de la criatura humana es unirse a Dios, pues en esto consiste su felicidad”, y, en efecto, la “mejor manera de unirse a Él es por el amor” (Suma contra Gentiles, Libro III, cap. 115 y 116). Sí, entre los seres humanos, que comparten un fin común, debiera darse unión de afectos, lo que le hace deducir que “es preciso que se unan entre sí con un mutuo amor” (cap. 117). Varias razones más da para vivir ese amor fraterno que creo pueden sernos de utilidad para ponerle más empeño: “Quien ama a otro es lógico que ame también a los que aquel ama y a los que están unidos a él. Mas los hombres son amados por Dios, quien les preparó la fruición de Sí mismo como fin último. Es preciso, que al hacerse uno amador de Dios, se haga también amador del prójimo” (Ibid). De esta forma se genera un círculo virtuoso: el que ama, hace capaz a aquel que se sabe amado de amar a su vez a otros, de perdonar, de tener paciencia, y así sucesivamente. Otro argumento que esgrime alude a nuestra condición de seres sociales, por la que cada uno de nosotros precisa “ser ayudado para conseguir su propio fin. La mejor manera de ayudarse es el amor mutuo entre los hombres”, de ahí que “recibimos el mandato del mutuo amor”. Por último, lo justifica porque “por un cierto instinto natural, un hombre socorre a otros, incluso desconocido, en caso de necesidad, por ejemplo, apartándolo de un camino equivocado, ayudándole a levantarse”.

Si la ausencia del agua pone de manifiesto cuánto la necesitamos y la valoramos, con mayor razón sucede con aquello tan esencial para la vida e invisible como es el amor, el buscar el bien para el otro incluso hasta dar la vida por él y agradecerlo como un don. Y aunque por nuestra terquedad y egoísmo lo perdamos a veces para volver así a valorarlo, contamos, sin embargo, con el recordatorio de esa ley íntima a nosotros mismos, puesta por nuestro Creador en el fondo del corazón, que nos invita a esforzarnos para amar: amar a Dios y amar al prójimo. Ese es el agua sin el que no se puede vivir.

Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad