Solidaridad: camino a la excelencia personal y social

Es la capacidad de darse desde el amor lo que revela la grandeza espiritual de una persona y de un pueblo, esa es la verdadera riqueza, la que siempre crece cuando se entrega.

En Chile agosto es el mes de la solidaridad. Y lo es precisamente porque el día 18 brilla la fiesta del gran santo chileno que amó a sus hermanos de tal manera que con su vida y sus acciones hizo visible el mismo amor de Dios. Amor, solidaridad y entrega de sí están íntimamente relacionados, tal como revela la vida del santo. San Alberto Hurtado fue y es modelo de vida porque se dedicó a lo que es realmente importante: a amar a los demás transmitiendo a cada persona la certeza de ser amada por Dios. Hay en él, por eso, una excelencia muy especial: la del amor, que consiste más en amar que en ser amado (Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-IIa, q. 27, a. 1).

En efecto, la grandeza espiritual de una persona –la más significativa- se mide por su capacidad de amar, de entrega, de donación, y lo mismo la grandeza de los pueblos. Así lo ha recordado el Papa Francisco en su inolvidable viaje a Brasil para la Jornada Mundial de la Juventud: “sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. Pensemos en la multiplicación de los panes de Jesús. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza” (Río de Janeiro, Discurso a la comunidad de Varginha, 25 julio 2013). Esta afirmación, aunque contradice esos estándares tan comunes de nuestra sociedad que califican la riqueza material como signo de grandeza y poder, manifiesta una verdad muy profunda y pone el dedo en la llaga, en lo que es verdaderamente importante.

Los bienes materiales –como riquezas, posesiones o títulos- precisamente por ser limitados y finitos, no sólo se gastan y no nos satisfacen plenamente, sino que tampoco son compartibles: o son de uno o son de otro, y al entregarlos ya no los tenemos. Sin embargo, los bienes espirituales son inmateriales y con ellos pasa lo contrario: aumentan en la medida en que se comparten. Así sucede con las ciencias, con los conocimientos, que no disminuyen, sino que al compartirse, de alguna manera crecen; o lo que acontece con las vivencias espirituales personales, que enriquecen no sólo al que las ha vivido, sino a aquel con quien se comparten. Al compartir se hace partícipe al otro de ese bien. ¿Y qué decir del mayor bien espiritual, del que todos tenemos “un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que sólo Dios puede saciar”? (Ibid). Dar pan para saciar el hambre material es importante, pero igual o más importante  es apuntar a saciar el hambre de plenitud, el hambre de sentido, el hambre de amor, en el fondo, es el hambre de Dios, único Bien capaz de saciar la felicidad del hombre: el Bien Supremo. Por eso es que Tomás de Aquino valoró tanto no sólo conocer la verdad sino manifestarla a otros, y sobre todo presentar a quienes no lo conocen esa suprema Verdad que salva: Dios. Por otro lado, en esta vida, en las cosas “de Dios, se prefiere el amor al conocimiento” (Suma Teológica, II-IIa, q. 23, a. 6, ad 1), pues nos perfecciona más amar que sólo conocer. Y como ese bien que nos perfecciona es espiritual, al compartirlo con otros, también les perfeccionará. En efecto, “así como es más perfecto iluminar que lucir, así es más perfecto el comunicar a otros lo contemplado que contemplar exclusivamente” (Ibid, q. 188, a. 6, in c). Por eso el hacer partícipes a otros del amor de Dios que da sentido a la vida, no sólo proporciona felicidad, sino que aumenta ese mismo amor.

“Todo lo que se comparte se multiplica”, sobre todo los actos de amor. Así lo vivió San Alberto Hurtado,  siempre “contento, Señor, contento” porque poseía el mayor Bien, Dios, y lo entregaba a manos llenas.

 

Esther Gómez

Centro de Estudios Tomistas