Ser buenos para ser felices
Hemos visto hasta ahora cómo Santo Tomás pone de manifiesto que ni las riquezas, ni la fama, ni el honor, ni el placer ni el poder pueden consistir en el objeto de nuestra felicidad. Son sólo medios para el fin último o meros acompañantes suyos. Por eso mismo, encontramos que es muy realista su afirmación de que no es posible alcanzar aquí en esta vida la felicidad perfecta. Tal bienaventuranza consiste en la perfecta posesión de lo más perfecto que existe –que sólo puede ser Dios-, y cuyo fruto, por tanto, son la paz y el deleite interior más completos de aquel que lo alcanza. Sin embargo, deja la esperanza abierta al asegurar en un cierto tipo de vida una felicidad, aunque, eso sí, imperfecta. Cómo es y cómo no ha de ser esta vida lo encontramos magistralmente resumido en estas palabras:
“La felicidad voluptuosa –que consiste en la acumulación de riquezas y en la satisfacción de las pasiones- , por ser falsa y contraria a la razón, es impedimento de la bienaventuranza futura. En cambio, la felicidad de la vida activa –que radica en la práctica de las virtudes morales- dispone para la bienaventuranza futura. Y la felicidad contemplativa, si es perfecta, constituye esencialmente la misma bienaventuranza futura; y, si es imperfecta, es cierta incoación –o inicio-de la misma” (Suma Teológica, I-IIa, q. 69, a. 3).
Dejamos de lado la vida voluptuosa, abocada a la consecución de bienes materiales y a la satisfacción de las pasiones, para centrarnos en la vida activa y en la contemplativa. Para ello partiremos considerando que ambas pueden y deben ser complementarias: pues para actuar, y actuar conforme al bien, deben conocerse las personas y las situaciones para ser capaces de discernir la mejor manera de obrar. La contemplación atenta de las grandes verdades, especialmente la que nos hace captar el valor de cada persona, de alguna manera precede pero también acompaña a la acción. Por otro lado, para poder reflexionar y contemplar, necesitamos tener resueltas las necesidades de la vida, a las que se dedica la vida activa y tender de forma ordenada al bien. Ambas, pues, en nuestro estado actual, son requisito para alcanzar la felicidad, aunque sea la imperfecta. Así, pues “los efectos de la vida activa: las virtudes y dones que perfeccionan al hombre en sí mismo” disponen “al hombre para la vida contemplativa” (Ibid, I-IIa, q. 69, a. 3).
La vida activa vivida según las virtudes nos prepara o dispone a la bienaventuranza. Así es como “el premio auténtico de la virtud es la misma bienaventuranza, por la que se esfuerzan los virtuosos” (Ibid, I-IIa, q. 2, a. 2). Precisamente por ser imperfecta, la felicidad activa podría perderse, “pues la voluntad del hombre puede transformarse hasta pasar de la virtud, en cuyo acto consiste fundamentalmente la felicidad, al vicio. Pero si la virtud permanece íntegra, los cambios exteriores pueden, ciertamente, perturbar esta bienaventuranza, en cuanto que impiden muchas operaciones de las virtudes; pero no pueden quitarla del todo, porque siempre permanece la operación de la virtud mientras el hombre soporte satisfactoriamente las adversidades”. (Ibid, I-IIa, q. 5, a.6).
La virtud, pues, es la antesala de la felicidad y lo que, ya en esta vida, nos permite forjarla en nosotros y en quienes nos rodean.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal