“Quien ama, conoce más y mejor”: la luz de la fe
“Lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Salmo 118)
En medio de una gran expectativa ha salido a la luz la primera encíclica del Papa Francisco sobre la fe titulada Lumen fidei, es decir, La luz de la fe. Más allá del inconfundible sello del Papa emérito y de la oportunidad de sacarla a la luz dentro del Año de la Fe vigente hasta el próximo octubre, quisiera centrarme aquí en el tratamiento de la razón y la verdad en su relación con la fe y contextualizarlo en el marco integral del texto.
Aludiendo al título, el hilo que atraviesa el documento es la luz y su propiedad de iluminar. Iluminar no es transformar ni inventar nada nuevo sino hacer posible que se conozca algo ya existente que antes no podíamos captar precisamente porque no estaba iluminado. Así actúa la luz natural, que ilumina las realidades sensibles que captamos por los sentidos –con la vista especialmente. Pero hay otro tipo de luces que iluminan el conocimiento y la vida del hombre. Una de ellas es ciertamente la razón, con la que se nos “ilumina” lo que son las cosas y que toma múltiples formas en las ciencias. Pero esta no es la única luz.
A este respecto se trae a colación una objeción que, en boca de Nietzche, caracteriza gran parte del pensamiento contemporáneo y que se presenta como la postura coherente y adulta ante al saber. Tal postura sostendría que lo realmente propio del filósofo o del que quiere conocer sería la exclusiva y constante búsqueda del saber, que le mantiene en la aventura, y no la certeza del hallazgo, que da seguridad a un hombre inmaduro o ingenuo porque sería como claudicar ante la inquietud de la búsqueda. Para esta postura “creer sería lo contrario de buscar” (n° 2), y por eso la fe se rechaza sistemáticamente. La respuesta del Papa a tal objeción es a la vez una toma de postura ante el saber y un respaldo a la filosofía realista. Y es que, a fin de cuentas, para que la misma búsqueda de saber pueda mantenerse se requieren algunas certezas de conocimientos ciertos –incluso el que duda, no puede dudar de que duda y de que existe. Por otro lado, son pocas las certezas que conquistamos personalmente y sí, en cambio, muchas las que adquirimos a través del testimonio de otros. De hecho, la mayoría de nuestros conocimientos diarios los adquirimos así, a través de otros de los que nos fiamos y cuya palabra creemos, y lo mismo sucede con buena parte de los logros de la ciencia, que se reciben de los que nos preceden y se asumen como propios. A esto hay que añadir que cuanto más fiable sea ese testimonio, más firme será nuestro conocimiento y con mayor garantía podremos hablar de verdad en lo conocido.
Y precisamente es aquí donde entra la pieza maestra, a mi entender, de esta encíclica: el amor que fundamenta la fe. En efecto, un amor que ama hasta dar la vida, es lo más fiable, lo más creíble, lo más verdadero y además es, tratándose del máximo amor, el de Dios, un amor que salva. Es un amor que se hace creíble justamente porque ama hasta dar la vida, es un amor que ilumina y que salva. Lo que conozco por la fe en Quien me amó y dio la vida por mí se convierte así en luz y no sólo en verdad. La vida de San Agustín es un ejemplo de ello.
La fe que acepta este testimonio ilumina de una forma totalmente nueva nuestro conocimiento y da además un “sentido” trascendente a la existencia al permitirnos ver más allá de nuestros sentidos y nuestra razón: ver y tocar a Dios mismo. Más que anularse, como achacaban los críticos de la fe, esta amplía y perfecciona nuestro conocimiento. Nos encontramos ante una manera especial de conocer, es la vía del corazón: el que ama participa de alguna manera en el modo de ver del amado. Este ver con los ojos del otro es la fe y, en el caso de Dios, es un don suyo del que nos hace partícipes gratuitamente.
Recibamos, pues, agradecidos la luz de la fe que ilumina en el caminar. Un don para cada uno, para el mundo entero.
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas
UST