¿Por qué nos matamos entre nosotros?

Cristo resucitó “para levantar nuestra esperanza

 

Siempre es noticia -y no me refiero a Halloween-, aunque a veces quede en segundo plano. Y lo es porque la muerte siempre nos pilla desprevenidos, sobre todo cuando es violenta, como vemos en Medio Oriente. Temblamos ante el contraste entre la dignidad y valor de cada vida humana y su evidente fragilidad. Y nos golpea más porque es una incoherencia por parte de nuestra también frágil libertad humana. Entonces emerge la pregunta ¿por qué este mal? ¿Por qué nos matamos entre nosotros? Ya Juan Pablo II veía ejemplificada en la muerte de Abel a manos de Caín la responsabilidad por la vida de cada hermano. Sea en Israel, Palentina, Ucrania, o la Araucanía, siempre, sin importar el lugar, matar personas inocentes es una derrota como humanidad que no puede sernos ajena.

Nunca estamos preparados para la muerte, algo en nosotros aspira a vivir siempre, a no morir, por eso la experimentamos como un desgarro. Por eso aparece la contradicción de que, a pesar de que es lo único seguro que hay en la vida, no la aceptamos como algo “natural”. A no ser que pueda haber una vida más allá de la muerte, como la inmortalidad o una vida eterna. Este nuevo horizonte cambiaría radicalmente cómo afrontamos la muerte, la propia y la de otros, incluso la violenta -cosa que se ve en algunos mártires que asumen con paz y serenidad la muerte a causa de su fe en Dios; o en las palabras de gratitud del Padre Alberto Hurtado al saber que padecía un cáncer mortal que le permitía prepararse, ¿a qué?: a la unión definitiva con quien había amado toda su vida.

La filosofía, asumiendo este anhelo, se ha preguntado por esa vida imperecedera. Kant, por ejemplo, postulaba la inmortalidad como condición necesaria para la realización de la justicia y lo justificaba diciendo que en esta vida no se realizaba tal aspiración de la humanidad, debía haber otra en que se hiciera realidad, en la que Dios premiara a los buenos y castigara a los injustos. Otros pensadores han buscado otros argumentos. Pero, entre todas, hay una respuesta única: la de Jesucristo, que no sólo afirmó que Él era el Camino, la Verdad y la Vida, sino que además resucitó al tercer día tras morir en el patíbulo de la cruz. Con Él, la última palabra ya no la tiene la muerte, sino la vida eterna, posibilidad abierta para quienes la quieran recibir de su mano. Y de la muerte violenta afirmó: “No teman a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10, 28), aludiendo a lo realmente definitivo.

Al respecto de tal promesa, Tomás de Aquino comenta que Cristo resucitó, entre otras razones, “para levantar nuestra esperanza. Pues, al ver que Cristo resucita, siendo Él nuestra cabeza, esperamos que también nosotros resucitaremos. […] Y en Job 19,25.27 se escribe: ‘Yo sé’, es claro que, por la certeza de la fe, ‘que mi Redentor’, esto es, Cristo, ‘vive’, por resucitar de entre los muertos, ‘y por eso resucitaré yo de la tierra en el último día; esta esperanza está asentada en mi interior’” (Suma Teológica, IIIa, q. 53, a.1).

Este nuevo horizonte da un sentido radicalmente nuevo a la vivencia de la muerte, de tal manera que, a pesar de lo que significa, la podamos afrontar con la esperanza de que abre la puerta a otra vida, que Cristo logró y nos ofrece, porque no es el fin.

Dra. Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad
Santo Tomás