Paciencia y perseverancia
En el recto ordenamiento de la vida y de nuestros actos al bien y al fin último, que es Dios, la suprema felicidad, vimos la misión propia de la virtud de la fortaleza. En sí misma nos suministra el ánimo para lograr el bien sin sucumbir al miedo y a otros obstáculos. Y al mismo tiempo, nos hace aspirar a elevadas metas gracias a la virtud de la magnanimidad. Sin embargo, la misión de la fortaleza no concluye ahí pues incluye dos virtudes más, de la mayor importancia. Son la paciencia y la perseverancia, que apuntan a la resistencia ante ciertas dificultades.
¿Quién no ha sentido deseos de abandonar una determinada actividad buena cuando se pone difícil? Y la reacción natural y espontánea ante tales dificultades es una cierta tristeza –que consiste en la sensación provocada en nuestro interior por la ausencia de un bien querido o la presencia de un mal. Pues bien, precisamente para refrenar el efecto de la tristeza en nosotros, especialmente cuando las dificultades proceden del exterior o de otros, se hace necesaria la virtud de la paciencia. Es virtud porque “hace bueno al que la posee y a sus actos” (Suma Teológica, II-IIa, 136, a. 2), y permite soportar con tranquilidad de ánimo los males evitando así que la tristeza nos impida conseguir el bien querido. La jugada maestra de la paciencia no es otra que ordenar un bien sensible –el deseo natural de cierto bienestar y facilidad en la acción- subordinándolo a un bien conforme a la razón, para lo cual pone freno o brida al impulso natural promovido por la tristeza que nos inclina a abandonar lo comenzado. Esta paciencia implica dominio propio y la consecuente tranquilidad del alma que “arranca de raíz la turbación de las adversidades” (Idem). Por eso las personas pacientes no se alteran ante las dificultades, mantienen la calma y la estabilidad interior, aunque no dejen de sentir cierta tristeza que, por otro lado, es inevitable.
De entre las dificultades, una es la larga duración de la obra buena. Es fácil hacer algo un rato, durante un período breve de tiempo, pero cuando hay que seguir con ello, entonces nos cansamos, se nos hace difícil. La virtud a la que hay que recurrir entonces es la perseverancia, por la que se prosigue “hasta el término en la obra virtuosa” (Ibid, 137, a. 2). Implica cierta firmeza en la voluntad y en la razón y, por otro lado, moderar el temor a la fatiga o desfallecimiento por la larga duración. ¡Cuántas obras comenzadas y qué pocas terminadas por no perseverar en ellas! Este vicio vendría a ser una especie de “flojera” que se deja llevar de la molestia de una acción que deja de ser novedosa y placentera, y que, en lenguaje coloquial, “da lata”. Vemos que esta falta de perseverancia se da motivada simplemente porque no se soporta el no sentir placer sensible. Esto se debe a dos motivos principales: estar acostumbrado a vivir siempre rodeado de placeres –que hace más difícil vivir sin ellos- o una cierta disposición natural, y ambos tienen remedio. Claramente se ve la necesidad de una buena educación para formar hábitos buenos que nos hagan fácil el no sucumbir ante las demandas placenteras del apetito sensitivo, sobre todo cuando se opone a un bien real. Ahora bien, tampoco se trata de perseverar en la acción más allá de lo razonable o porfiadamente; habrá ocasiones en que uno tendrá que dar su brazo a torcer o deberá dejar una obra que ya no sea conveniente acometer. La perseverancia, por eso, es un término medio entre la flojera y la porfía.
La frase del “Tú puedes” se hace real cuando las dificultades se soportan con ánimo tranquilo, es decir, con paciencia, y, gracias a la perseverancia, no se cede ante la pesadez de lo que no se logra inmediatamente. Por eso, “no hay que cansarse nunca de estar empezando siempre”. El logro de la felicidad así lo requiere.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal