prójimo

Odiar el mal del prójimo, no al prójimo

No hay oportunidad de rectificar sin el perdón, queda vetada por el odio.

¡Cuántas veces se justifican acciones claramente erradas o malas con el tan manido: errar es humano! Y aunque es verdad que, por nuestra naturaleza, podemos equivocarnos en juicos y en acciones, también es cierto que podemos y debemos aprender de esos fallos para mejorar y perfeccionarnos. Cierto, pues todos tendemos naturalmente al bien, pero solemos justificarnos cuando ese bien es costoso y exige de nosotros renunciar a algo menos bueno pero quizás más fácil o inmediato. Y así, nos sucede, que, a pesar de entender que debiéramos ser pacientes con el abuelo por su lentitud o sus olvidos, nos “gana” la impaciencia y le recriminamos o gritamos. O al tratar de conseguir algo realmente complicado, damos un puñetazo en la mesa y con violencia exigimos y presionamos (y me parece que nos está pasando lo mismo al afrontar el tema de la educación o, mejor, de la prometida gratuidad). La reciente violencia en marchas o la toma de instituciones educacionales es una clara muestra de esto y del odio que lo mueve. Y ¿no se justifica esto alegando que “no hay otro camino que la medida de presión”?.

Pero, sin embargo, a pesar de que es indudable que brota del deseo legítimo de justicia, este camino de escape y de búsqueda de soluciones inmediatas falla en que, al violentar a otras personas, no toma en cuenta que éstas son, y seguirán siendo, personas. Pues, al igual que nos amamos naturalmente a nosotros mismos al experimentar de primera mano que somos valiosos, también el resto de las personas, en cuanto tales, son dignas de tal actitud. Con cuánta claridad expresa Tomás de Aquino la razón que permite distinguir a la persona de sus actos y, por lo mismo, por qué está justificado odiar lo malo de una persona pero no a la misma persona: sólo el mal es digno de odio mientras que al bien lo amamos.

“[…] al prójimo se le debe amor por lo que ha recibido de Dios, o sea, por la naturaleza y por la gracia, y no por […] el pecado y la falta de justicia. Por eso es lícito odiar en el hermano el pecado y lo que conlleva de carencia de justicia divina; no se puede, empero, odiar en él, sin incurrir en pecado, ni la naturaleza misma ni la gracia. Pero el hecho mismo de odiar en el hermano la culpa y la deficiencia de bien corresponde también al amor del mismo, ya que igual motivo hay para amar el bien y odiar el mal de una persona. De ahí que el odio al hermano en absoluto es siempre pecado” (Suma Teológica, II-II, q.34, a. 3, in c).

Y, ahondando más en una de las causas del odio, señala que la envidia, que es la tristeza ante el bien del prójimo, nos incita a huir de lo que nos entristece como si fuera malo y, por tanto, a odiar al prójimo: “siendo la envidia tristeza provocada por el bien del prójimo, conlleva como resultado hacernos odioso su bien, y ésa es la causa de que la envidia dé lugar al odio” (Ibid, a. 6, in c).

Ante la solución fácil e inmediata de la violencia que brota del odio, se impone otra más perfecta que respeta la dignidad de cada persona: la de la paciencia hasta el perdón; perdón que, al creer en la libertad, da una nueva oportunidad, la de arrepentirse, enmendarse y obrar bien. Únicamente esto permite crecer como personas y promover, como pide el Papa, “una cultura del encuentro y de la reconciliación”. Sí, aunque errar sea humano, también lo es, y mucho más, rectificar y obrar bien.

Esther Gómez
Dirección de Formación e Identidad