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Navidad: La búsqueda del que ama

Si el que ama busca unirse al amado para estar con él y darle lo mejor, así la Navidad es la máxima expresión de un Dios que nos busca y se nos da Él mismo en el Niño de Belén.

Todos lo hacemos o lo hemos hecho alguna vez: viajar y desplazarnos para pasar la Navidad con las personas que queremos, principalmente la familia. Es lógico: el amor busca la unión y el compartir, por eso se asumen con gusto los sacrificios e incomodidades que implique tal viaje. Y también experimentamos que, una vez juntos, en la medida de lo posible todos tratan de agasajar a los demás, prepararles lo que les gusta o regalarles lo que saben les hará ilusión o necesitan. Porque, como también es obvio, cuando se ama a alguien se comparte y se busca su bien.

En su riquísima explicación sobre lo que es el amor y sus consecuencias o efectos, Santo Tomás de Aquino, confirma lo anterior: el amor genera la unión, la salida de sí mismo para buscar al amado, la mutua compenetración y compartir, y busca su bien incluso cuando exige un sacrificio. Eso que se da en el amor humano, en mayor o menor grado, pero que todos experimentamos o, al menos, deseamos vivirlo, se da de manera perfectísima y extraordinario en el que es Amor: en Dios. Si el que ama sale de sí para buscar al amado, estar con él y compartir, y además le da lo mejor que tiene para hacerle feliz, ¿no es el misterio de la Navidad una expresión de este amor, manifestado además de manera bellísima, en un Niño indefenso y tierno, que se une con nosotros haciéndose uno de nosotros? Demos un lugar al mismo Santo Tomás al explicar esto.

“Es conveniente para todo ser aquello que le compete según su naturaleza; como es conveniente para el hombre razonar […]. Pero la naturaleza de Dios es la bondad […]. Luego todo cuanto pertenece a la razón de bien, conviene a Dios. A la naturaleza del bien pertenece comunicarse a los demás […]. Por consiguiente pertenece a la naturaleza del bien sumo comunicarse a la criatura de modo superlativo. Lo cual se realiza en sumo grado cuando Dios une a sí la naturaleza creada” (Suma Teológica, IIIa, q. 1, a. 1).

La encarnación, o unión de Dios con nuestra naturaleza, nos comunicó el mayor bien, como comenta más adelante: “la encarnación era necesaria para la plena participación de la divinidad, que constituye nuestra bienaventuranza y el fin de la vida humana. Y esto nos fue otorgado por la humanidad de Cristo; pues, como dice Agustín en un sermón De Nativitate Domini: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios”” (Ibid, a. 2). La mayor comunicación de Dios hacia nosotros es hacernos partícipes de su vida divina, inmortal, feliz, plena y llena de amor. Esa es la caridad. Él quiere entregárnosla y nos la ofrece de la mano de un Niño. La ofrece porque nos ama, pero no la impone. De alguna también hay aquí una especie de viaje lleno de incomodidades para unirse con la persona amada, y un compartir, y un buscar lo que más le gusta y le hace bien.

Por eso, como han dicho algunas personas, cuando uno vislumbra algo del misterio de amor que está detrás del acontecimiento de Belén, la actitud lógica no puede ser otra que la de abrirse y acogerlo. Y además, como consecuencia, dejarse amar y contagiar por las actitudes del Niño Dios: su amor, su sencillez, su humildad, su confianza en Dios, su austeridad y pobreza. Es muy audaz esa frase que trae a colación santo Tomás, pero a la vez verdadera y transformadora: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios” (San Agustín). Santa audacia la del amor.

Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad