Navidad: Por qué Dios quiso encarnarse

Dios encarnado es la condición última de nuestra felicidad

Lo que durante dos semanas se celebra y vive en la Navidad es un misterio: el de todo un Dios que, asumiendo nuestra naturaleza humana, se hace carne, y por lo tanto, visible para nuestros ojos. Es tan importante este hecho que ha dividido la historia de la humanidad en dos partes: antes y después de Cristo. Por eso dedicaremos esta cápsula a las razones por las que Dios se encarnó.

Al comentar Santo Tomás los primeros versículos del Evangelio de San Juan “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios… y se hizo carne”, después de explicar que Cristo es el Verbo del Padre, es decir, la expresión de lo que Dios es, enumera tres razones por las que Dios quiso encarnarse:

“Una es la perversidad de la naturaleza humana, que por su malicia estaba ya oscurecida a causa de los vicios y de la oscuridad de la ignorancia. Por lo cual más arriba había dicho que “las tinieblas no la comprendieron”. Por lo tanto, Dios vino en carne para que las tinieblas pudieran recibir la luz, esto es, alcanzar su conocimiento. Como dice Isaías: “el pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz” (Isaías 9, 2).

La segunda, por la insuficiencia del testimonio de los profetas. Pues vinieron profetas, vino Juan, pero no podían iluminar de modo suficiente, ya que “no era él la luz”. Por lo cual, era necesario que tras los vaticinios de los Profetas y tras la venida de Juan, la misma luz viniese, y entregase su conocimiento al mundo. Y esto es lo que el Apóstol declara en Hebreos: “muchas veces y de muchos modos habló Dios a los padres en otros tiempo por medio de los Profetas; últimamente nos ha hablado por medio de su Hijo” (Hebreos 1, 1); y en II Pedro: “tenéis el testimonio profético, al que hacéis bien en prestar atención, hasta que el día amanezca” (II Pedro 1, 19).

La tercera, por el defecto de las criaturas. Pues las criaturas eran insuficientes para conducir al conocimiento del Creador. Por lo cual “el mundo fue hecho por Él, y el mundo no lo conoció”. Por lo que era necesario que el mismo Creador viniera al mundo en carne, y que fuera conocido por Él mismo: y esto es lo que dice el Apóstol en I Corintios: “pues ya que el mundo por su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, Dios quiso salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (I Cor 1, 21)” (Comentario al prólogo del Evangelio de San Juan,  Capítulo 1, Lección 5).

Todo lo anterior puede resumirse en que: “La Encarnación es necesaria para la plena participación de la divinidad, que constituye nuestra bienaventuranza y es el fin de la vida humana” (Suma Teológica, III, q. q, a. 2, in c). Es decir, si nuestro fin, tal como hemos visto, consiste en conseguir perfectamente el Bien supremo, y esto escapa a nuestras capacidades humanas debilitadas además por el pecado original, entonces sólo será posible mediante una intervención divina que de alguna manera nos haga partícipes de la vida de Dios. Esto es lo que nos consigue la Encarnación al abrirnos la puerta para ser hijos adoptivos de Dios. Por eso añade que “Cristo, en cuanto hombre, es nuestro camino para ir a Dios” (Ibid, I-IIa, prólogo).

La Navidad, Dios encarnado, es, pues, la condición última de nuestra felicidad al convertirse en el camino visible, e imitable, de la bienaventuranza. Ante tamaño misterio, nuestra actitud ha de ser la de agradecer y adorar:

 

María Esther Gómez de Pedro

Directora Nacional de Formación e Identidad