Eso que mueve montañas y amplía nuestro conocimiento: la fe
“La fe crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo. Nos hace fecundos porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio”.
Si nos preguntamos acerca de la fuente de nuestros conocimientos, hay ciertas cosas que descubrimos de primera mano, directamente con nuestras capacidades. Es el caso de las experiencias cotidianas, personales y comunitarias. Pero junto a este conocimiento directo, hay otros que nos llegan indirectamente, por medio de alguien que nos los transmitió y por cuya autoridad los tomamos como verdaderos. Probablemente sean muchas más las cosas conocidas de esta manera: parte de lo que sabemos de nuestra vida y familia –nuestro árbol genealógico-, de nuestros estudios y profesión –tantas teorías explicativas-, conocimientos científicos de los que nos fiamos casi sin entender -¿cuántos sabrían explicar por qué la luz se prende al apretar el interruptor o por qué el paracetamol alivia el dolor? La confianza parece, pues, inherente a nuestra vida y a nuestro modo de conocer. Y no por eso las certezas así adquiridas tienen menos valor, pues, aunque uno no pueda abarcarlo absolutamente todo, sí puede, si se fía de otros, ampliar su mirada. Y no sólo referido al saber, pues el confiarse a otra persona, sobre todo si le se ama por sus conocimientos y honestidad, está lleno de significado antropológico. ¿Podríamos vivir sin amar y sin ser amados, sin fiarnos?
Ese confiar en otro, creer en él y en lo que nos dice, no es otra cosa que fe, que, vivida en el plano humano, nos permite conocer cosas fuera de nuestro alcance. Pero si éstas responden al anhelo de absoluto que anida en nuestro interior y se abren a un ámbito que nos trasciende, entonces la fe adquiere una dimensión sobrenatural. En efecto, cuando se experimenta el amor incondicional e infinito de Dios, que toma la iniciativa de acercarse al hombre y mostrársele, dando así respuesta divina a la búsqueda humana, la mejor respuesta que el hombre pueda dar –aunque no la única, y por eso requiere la libre aceptación personal- es abandonarse en Quien es suma verdad y digno de plena confianza y ganar así la certeza sobre la propia vida y la de Dios (Cfr. Porta fidei, 7).
Esta fe, que cree en Dios y cree a Dios, se vive entonces como plenitud personal. En primer lugar porque amplía nuestro conocimiento con todo lo que Dios mismo nos revela –contenido objetivo de la fe- y perfecciona nuestra capacidad de amar –a sí mismo y a los demás- a la manera divina. Pero sobre todo porque nos hace depositarios de una inmensa riqueza de trascendencia eterna recibida por pura gracia. De ahí que Santo Tomás se refiera a la fe como “acto del entendimiento que asiente a la verdad divina bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia de Dios” (Suma Teológica, II-IIa, q. 2, a. 9, in c). Es uno el que, en un acto personal, cree en lo que Dios revela de Sí mismo dándonos su Palabra, su Hijo, y le entrega su vida emprendiendo un camino que perdura para siempre. Pero no es algo solitario, pues esta puerta de la fe que nos introduce en la vida de comunión con Dios ha adquirido una forma concreta, la de quienes recibieron la revelación plena de Dios y la custodiaron hasta hoy: la Iglesia de Cristo. Uno cree en singular, pero junto a la comunidad de fe.
En contra de lo que se pueda pensar, esta fe no es algo meramente teórico, sino que afecta la vida entera. Por eso desde los inicios de la Iglesia, y cada vez que uno dice “creo” en primera persona, la fe ha ido modelando, en un constante proceso de conversión, los pensamientos, afectos y comportamientos de los creyentes en la Palabra de vida, Cristo. Muchos son los testigos de esa transformación, que, hoy y siempre, sigue actuando en medio de limitaciones y miserias humanas.
A esta renovación invita el Papa Benedicto XVI al inicio del Año de la Fe -octubre 2012 a noviembre 2013-, a “redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo” (Porta Fidei, 2) que da plenitud a la aventura de toda vida humana.
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas