Los tabúes que destapa coronavirus: muerte y vida

Últimamente se escuchan voces que, a raíz del fenómeno mundial del Covit-19, ponen sobre el tapete temas de los que apenas o nada se habla, algunos de ellos considerados como tabú. La muerte es uno de ellos, aunque lo sea extrañamente, porque todos sabemos que cada día mueren personas, algunas incluso cercanas, pero quizás por el ritmo de vida rápido o la “seguridad” que proporcionan los avances de la ciencia, seguimos viviendo como si nunca fuera a tocarnos.

Los límites de la ciencia son manifestación de la vulnerabilidad y debilidad del ser humano, de que no podemos controlarlo todo, porque no somos dioses. A veces nos lo creemos al pensar que nos bastamos a nosotros mismos y que podemos solucionarlo todo, pero la pandemia nos recuerda que no es así.

En efecto, si buscamos una explicación filosófica de esto, es que somos seres contingentes, no necesarios ni absolutos, por eso la filosofía puede ayudarnos a sacar lecciones de la muerte para la vida. No me refiero aquí a la desesperanza existencialista del que cree que estamos condenados a la muerte y nuestra vida es un absurdo sin sentido, como planteaba Sartre; ni tampoco a los que sacan la conclusión contraria, de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”; sino a una filosofía realista, consciente de haber recibido la vida como don y tarea, no para vivirla egoísta o aisladamente sino en una comunidad fundada en el amor, y que no se estrella contra el vacío o la nada de la muerte sino que puede atravesarla como una puerta hacia otro estado. Una filosofía que sabe que nuestra alma racional es inmortal, porque no muere al morir el cuerpo, y que aspira a la felicidad perfecta y absoluta que, aunque sólo la atisba en esta vida, no sólo da alas a la esperanza trascendente sino también nos impulsa a trabajar con empeño aquí por el bien propio y común. Al respecto de nuestra alma o sustancia intelectual, dice Santo Tomás de Aquino que posee una alta dignidad que la posiciona ante la muerte y la eternidad de una manera muy especial: son “entes para siempre”, en tanto que “las sustancias intelectuales son las que más se aproximan al ser sempiterno por razón de su incorruptibilidad” (Suma Contra Gentiles, Libro III, cap. 112).

Y si esta filosofía se deja iluminar por otra vía de conocimiento que es la fe revelada, entonces confía en la promesa del amor de Dios que en Jesucristo ha vencido la muerte y la ve no como término definitivo, sino como un tránsito. Y si existe una vida inmortal que alimentamos de alguna forma aquí con nuestras decisiones, gestos y actos, entonces, esta vida sí tiene un sentido y un significado más allá del mero hacer, acumular o trabajar para vivir. Así lo explica al comentar acerca de nuestras preocupaciones cuando son demasiado terrenas y pueden hacernos olvidar la dirección y aspiración a la inmortalidad a través del paso de la muerte a otra vida: “El Señor no prohibió en el Evangelio el trabajo sino la excesiva preocupación de la mente por las cosas necesarias para la vida: Y lo prueba así: porque si la divina providencia sustenta a las aves y los lirios, que son de naturaleza inferior y no pueden trabajar en aquellas obras con las que los hombres se procuran alimento, mucho más proveerá a los hombres, que son de naturaleza más digna y fueron dotados por Él del poder de procurarse el sustento por sus propios trabajos” (Ibid, cap. 135).

Sacar lecciones de la muerte para la vida, a raíz de la vivencia del coronavirus, es descubrir algo que quizás era tabú, pero que es de alto significado para afrontar nuestros desafíos, el de cada uno y el que compartimos como seres humanos: el sentido de la vida y de la muerte.

 

Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad