Lecciones de hoy y de siempre en los voluntariados

   “[…] hacer felices a tantas familias que lo necesitan”, “dando amor, trabajo y esfuerzo”.

Hay cosas que hay que estar siempre recordando y reviviendo porque nos hacen crecer como personas. Una muy de ellas es la experiencia de voluntariado que tantos -sin importar la edad- acometen como sucede ahora, en el merecido descanso de los meses de verano. Jóvenes que “renuncian” a unos días de vacaciones para ir a atender las necesidades de otros que esperan esa mano amiga que les ayuda a “dignificarse”. Y digo “renuncian” entre comillas, porque es más lo que se gana que lo que se “pierde” y todos sabemos por propia experiencia cuán verdadero es esto.

Así nos lo transmiten algunos de los participantes en los Trabajos Voluntarios de Verano organizados por la Santo Tomás los primeros días de enero en Monte Patria -norte- y en Pinto -Sur. ¿Su motivación? El querer ayudar a otros. ¿La consecuencia? La nota común: la felicidad y la satisfacción personal en medio del intenso esfuerzo llevado a cabo, manifestadas en su alegría. Además, algunos añadían que conocer estas realidades tan vulnerables les ayudaba a valorar lo que tienen y así no quejarse. En concreto, Carola Barrera, de Chillán, testimonia que se contribuyó a “hacer felices a tantas familias que lo necesitan”, “dando amor, trabajo y esfuerzo”. Lo esencial para ella era entregar “un poquito de alegría, de compañía, escucha activa”: en lo que realmente consiste “nuestro amor, nuestro amor al prójimo”.

Me quiero detener en esas palabras finales: “amor al prójimo” porque creo que son la clave. Como personas sólo nos realizamos plenamente en la medida en que somos capaces de salir de nuestro propio mundo -zona de confort- y egoísmo y así ser parte activa y positiva de la sociedad en que vivimos, aportando lo que somos y tenemos para el bien de todos -a veces es dar nuestro tiempo o escuchar. Ese salir de sí mismo que brota del amor al otro denota madurez, frente a la actitud infantil que se “cree” el centro del mundo y no es capaz de “relativizar” los propios problemas ante los de los demás. También denota madurez el amor que se plasma en el compromiso real y estable que supera los vaivenes de los cambiantes afectos, porque brota de la determinación firme de una libertad que apuesta por el bien real y no por el capricho arbitrario; incluso hasta llegar al sacrificio por los que se ama. No en vano se le ha llamado a este “amor de amistad” verdadero, en la medida en que es constante, se fundamenta en la dignidad de la persona y no en el placer o utilidad que reporte, y busca su bien a través de actos concretos. Esto lo conocía muy bien Tomás de Aquino; de ahí que le calificara como amor en absoluto y lo describiera tan adecuadamente junto a sus efectos propios: como promover la unidad hasta la comunión íntima en ideales y aspiraciones profundas, el salir de sí para promover el bien del otro incluso a cosa de algún sacrificio, y el gozar y sufrir con las alegrías y las tristezas del otro. Es relativamente fácil hablar y acariciar, pero eso sólo será signo del verdadero amor si además se manifiesta en acciones concretas en pro del bien del otro. El amor de verdad se sustenta en la verdad.

Por eso, la prueba de fuego “que podemos dar de nuestro afecto es sufrir por el otro”, saliendo de nuestro mundillo personal, a través de la constancia en la solidaridad, no sólo con desconocidos, sino sobre todo con los cercanos en la vida cotidiana, en la propia familia, en el trabajo o estudio. Descubro este núcleo del verdadero amor en el misterio de la Navidad celebrado hace poco, en la que Dios no se “queda” en “Su” mundo, sino que sale de Sí y viene hacia el nuestro, haciéndose carne de nuestra carne para mostrarnos y darnos ejemplo de desprendimiento real y de entrega por amor hasta la muerte, asumiendo nuestra debilidad y nuestra profunda necesidad para salvarla desde el amor.

Podemos concluir que una de las grandes lecciones de estos enriquecedores trabajos de voluntariado sería que todos esos gestos de entrega debieran ser parte de nuestro ADN no unos días sino siempre. Qué bueno, por eso, poder ejercitar con intensidad la solidaridad en ciertas temporadas para luego seguir practicándola hasta llegar a vivirla siempre como actitud vital, igual que el amor.

 

Esther Gómez de Pedro
Dirección Nacional de Formación e Identidad