Las lecciones de Dios en Navidad
La divinidad es la vocación a que nos invita la Navidad contemplando al Niño de Belén
Hay fechas de tanta importancia que no basta con celebrarlas un solo día, sino que se alargan varios para así vivirlas mejor. Esto pasa con la Navidad, que no se reduce sólo al 25 de diciembre, sino que se celebra litúrgicamente una semana entera hasta la gran fiesta del 1 de enero, en que se celebra a María como Madre de Dios. La alegría de la buena nueva del Niño Dios que, por amor a cada uno de nosotros y para nuestra redención, nace en un pobre pesebre de la desconocida ciudad de Belén (siendo que la capital del mundo entonces era Roma), sigue resonando con un eco espiritual que es la excusa para esta reflexión.
Para ello recordaremos algunas ideas de Santo Tomás de Aquino sobre la Encarnación del Hijo de Dios. Ya hemos aludido a la humildad como virtud básica, veamos ahora su motivo o causa fundamental: que es la del amor que, fruto de su riqueza interior en el bien, quiere difundir el bien comunicándolo a quienes ama y, en este caso, comparte lo más grande que Dios puede darnos como criaturas: su misma vida divina. En efecto: “la naturaleza de Dios es la bondad… A la naturaleza del bien pertenece comunicarse a los demás… Por consiguiente, pertenece a la naturaleza del bien sumo comunicarse a la criatura de modo superlativo. Lo cual se realiza en sumo grado cuando Dios une a sí la naturaleza creada” (Suma Teológica III, q. 1, a. 1). Además, al compartir no se pierde lo que se entrega, pues la donación de un bien espiritual implica, más bien, todo lo contrario: crecimiento personal e incremento del mismo bien. “Dios comunica de tal forma su bondad a las criaturas que nada pierde, antes bien, se engrandece en cierto sentido en cuanto que su sublimidad se hace patente por la bondad de las criaturas y tanto más cuanto mejores fueren estas” (Suma contra gentiles, libro IV, cap. 34).
Aparte del agradecimiento que provoca lo anterior vivido en primera persona, genera también una serie de frutos espirituales en quienes la acogen, como consecuencia de que, a pesar de que Dios podría habernos salvado de otra manera, la Encarnación nos muestra ejemplos a seguir, encarnados en el Verbo divino. En efecto, promueve en nosotros las virtudes teologales de 1) fe, porque “se hace más segura al creer al mismo Dios que nos habla”; 2) esperanza, que se consolida, 3) y caridad, ya que “con ese misterio [la caridad] se inflama sobre toda ponderación”.
Además, otro gran beneficio de la Encarnación se manifiesta en cómo debemos vivir: “en lo que toca al recto comportamiento, en el que se nos ofreció como ejemplo”, pues, como dice citando a San Agustín: “para mostrarse al hombre y para que éste le viera y le siguiera, Dios se hizo hombre”. Como culmen, y como aquello en que la comunicación es más sublime: “Finalmente, la encarnación era necesaria para la plena participación de la divinidad, que constituye nuestra bienaventuranza y el fin de la vida humana. Y esto nos fue otorgado por la humanidad de Cristo; pues, como dice Agustín: “Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios”” (Suma Teológica III, q. 1., a. 2).
Si el amor pleno busca el máximo bien de aquel a quien se ama, parece evidente que el amor de Dios se muestra de manera más que extraordinaria al encarnarse en uno de nosotros para comunicarnos su misma vida divina. Al crearnos a su imagen y semejanza, nos crea con la capacidad de superar y madurar de tal manera nuestra humanidad que nos abramos a la divinidad. Qué gran misterio: que Dios haya venido a nuestro encuentro, en una religión de la Encarnación, a diferencia de otras religiones, reducidas al esfuerzo humano de aspiración y búsqueda de Dios por diversos medios. En Jesucristo, es Dios mismo Quien viene a nuestro encuentro. Por eso sus lecciones son no sólo para el tiempo de Navidad sino para toda la vida, pues la meta o fin último es la comunión plena con Dios, en lo que se puede dar pasos poco a poco.
Humildad, fe, esperanza, caridad, amor sublime, seguimiento de los ejemplos dados por Cristo, son lecciones perennes orientadas a nuestra plena participación en la divinidad. Sí, sublime vocación a que nos invita la Navidad contemplando al Niño nacido en Belén, nuestro hermano, e imitando sus lecciones.
Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad
Universidad Santo Tomás