La unión hace la fuerza: vida y excelencia
“Está por encima de las fuerzas humanas no necesitar de nadie”
Sabemos por experiencia cuánto necesitamos la ayuda de otros para conseguir ciertos logros que no podemos lograr sólo por las fuerzas personales. El ejemplo de los bebés es evidente, pero es que, a cualquier edad, hay siempre alguna dimensión o aspecto en que requerimos ayuda. Así lo explica Tomás de Aquino al relacionarla con la esperanza y la actitud por la que aspiramos habitualmente a altas metas: la magnanimidad: “puede llamarse confianza aquella por la cual se concibe esperanza por la consideración de algo: unas veces en sí mismo, por ejemplo, cuando uno, al sentirse sano, confía vivir largo tiempo; a veces en otro, como cuando uno, al reconocer que tiene un amigo poderoso, tiene la confianza de que le va a ayudar” (Suma Teológica, II-II, q. 129, a, 6, c).
Esto que suena tan normal es una invitación al sano realismo que nos hace conscientes de lo que somos y, como consecuencia, de nuestras fuerzas, cualidades y también límites. De ahí que, dependiendo de las metas a que aspiremos, requiramos de un tipo de ayuda o de otro. En las metas humanas, porque somos seres sociales, necesitamos ayuda de nuestros semejantes, y por eso en la sociedad unos colaboran con otros en lo que tienen o saben hacer generando un cierto intercambio y contribuyendo al bien común y, por ende, a la excelencia. Otra razón más profunda es la dignidad de cada persona que encuentra su fundamento más profundo en ser imagen de Dios. En efecto, dice Santo Tomás que “Al hombre se le puede reverenciar de dos maneras. Por una parte, en cuanto hay en él algo divino, por ejemplo, la gracia o la virtud; o al menos la imagen natural de Dios; y por eso son vituperados quienes no reverencian a los hombres” (Ibid, II-II, q. 19, a 3 ad 1). Y aunque tal imagen natural de Dios nunca se pierde, hay que cuidarla pues a veces se desfigura y cuesta reconocerla.
Pero, por otro lado, no hay que olvidar que llevamos inserto en nuestro interior una aspiración a ir más allá de lo humano y lo natural hacia ese mundo infinito de los sobrenatural, de lo divino. De hecho, parece que ese deseo de “más”, nunca llega a saciarse, lo cual evidencia que estamos hechos para trascendernos, o, dicho en palabras de Agustín de Hipona, “nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse” en Dios. Por eso junto con esperar la ayuda humana, hemos de abrirnos a la sobrenatural. En efecto, “está por encima de las fuerzas humanas no necesitar de nadie. Pues todo hombre necesita, en primer lugar, del auxilio divino, y después también del auxilio humano, porque el hombre es por naturaleza un animal social, que no se basta él solo para vivir. Así, pues, en cuanto necesita de los otros, es propio del magnánimo tener confianza en ellos, ya que indica una cierta excelencia el tener a su disposición a los que puedan ayudarle” (Ibid, ad. 1).
A diferencia del auxilio humano, del que tenemos experiencia cotidiana, quizás el divino lo veamos más lejano, incluso hasta el punto de pensar que Dios no se preocupa de nosotros, por la infinita distancia entre Él y nosotros. Y es legítimo pensar así, si Dios mismo no hubiera superado esa distancia para hacerse Hijo del hombre, uno de nosotros, y entregarnos las herramientas del auxilio divino: la fe en Él. Fe por la que creemos en sus promesas, entre las que destaca la venida del Espíritu Santo, como garantía de que “estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Ese Espíritu es la misma fuerza del amor de Dios que se nos regala: es el don de fortaleza, consuelo, piedad, sabiduría, consejo, ciencia, es decir, la manifestación de un plus de vida que sobrepasa la natural y nos hace tocar la divinidad para vivir ya desde aquí como ciudadanos del cielo, pero con los pies en la tierra -para humanizarla y darle un plus de vida.
Esther Gómez de Pedro,
Dirección Nacional de Formación e Identidad