La prudencia en la felicidad

Decíamos al hablar de la relación de las virtudes con al vida feliz que “La vida activa vivida según las virtudes nos prepara o dispone a la bienaventuranza. Así es como “el premio auténtico de la virtud es la misma bienaventuranza, por la que se esfuerzan los virtuosos” (Ibid, I-IIa, q. 2, a. 2).”

Por esta razón nos será de gran ayuda dar un repaso a las virtudes morales “madre” o principales y a su papel en ese camino a la felicidad.

Aunque la suprema felicidad del hombre consista en la visión de Dios, que es lo más perfecto, las virtudes morales preparan, por decirlo así, el camino, para alcanzarlo. En concreto, la prudencia, de la que trataremos esta vez, consiste en una especie de sabiduría práctica aplicada a la vida. Implica un conocimiento recto y cabal de la realidad de las cosas, del fin último de nuestra vida y del valor de los medios disponibles para alcanzarlo. Este conocimiento nos hace capaces de aplicar a las circunstancias actuales los grandes principios morales para actuar correctamente. O, dicho con otras palabras, “es prudente quien dispone lo que hay que hacer en orden a un fin” (Suma Teológica, II-IIa, q. 47, a. 13), el que acierta al elegir la actuación que corresponde en cada momento porque sabe discernir los medios buenos llevan al verdadero fin. “Incumbe a la prudencia determinar de qué manera y con qué medios debe el hombre alcanzar con sus actos el medio racional. En efecto, aunque el fin de la virtud moral es al
canzar el justo medio, éste solamente se logra mediante la recta disposición de los medios”. (Ibid, a. 7). Esta sabiduría práctica es fundamental, porque, tal como vimos, es de vital importancia distinguir los verdaderos de los aparentes medios, y lo mismo hay que decir respecto al fin.

El que se equivoca en el fin, aunque sepa discernir los mejores medios para lograrlo, sin embargo, no posee más que una falsa prudencia. Así: “tiene prudencia falsa quien, por un fin malo, dispone cosas adecuadas a ese fin, pues lo que toma como fin no es realmente bueno, sino sólo por semejanza con él, como se habla, por ejemplo, de buen ladrón” (Ibid, a. 13). A diferencia de esta, la prudencia verdadera “encuentra el camino adecuado para conseguir el fin realmente bueno”. ¿Es posible que esta prudencia sea imperfecta? Sí, cuando se pone como fin último otro fin subordinado o que pertenece al orden de los medios, como el “buen negociante” que es prudente en la elección de los medios, pero no sabemos si acierta en el fin último, o cuando no tiene la voluntad de realizar lo que considera es bueno. Por último, posee prudencia en el más alto grado quien tiene el hábito y por tanto es capaz de aconsejar, juzgar e imperar “con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida. Es la única prudencia propiamente tal” (Idem)

Añadamos que son tres las acciones propias de la prudencia, las de aconsejar, juzgar e imperar. Gracias al recto conocimiento o sabiduría somos capaces de juzgar en la práctica lo que es mejor para el recto fin. En función de ese juicio recto, el hombre prudente es la persona más indicada para dar sabios consejos a quienes lo necesiten. Son consejos “ubicados”, atinados. Sin embargo, de poco serviría juzgar y aconsejar bien –tanto a los demás como a uno mismo- si no tuviéramos el imperio, es decir, el poder de llevar acabo lo que entendemos que es correcto. El hombre prudente sabe actuar, pero cuándo y como se debe.

Por eso, el hombre prudente es feliz y el que mejor se lo pasa, porque elige los medios adecuados y sabe, además, disfrutar del bien realizado.

María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal