tregua

La paz, ¿eco de la Navidad?

La concordia no se impone, pues guerra o paz, lucha o armonía, son fruto de nuestra libertad. 

Es algo que me he estado preguntado estos días, en que la alegría de la celebración navideña se veía enturbiada con la presencia de otras noticias, más o menos cercanas, de luchas, enfrentamientos o incluso violencia. ¿Es que todos esos deseos de paz y bien no son verdaderos, o hay otra razón más profunda?; acaso el Niño Dios nacido pobremente en Belén, ¿no vino a traer la paz, la salvación, la concordia?, ¿y por qué entonces los ángeles cantaron en la noche: “Gloria a Dios en cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”? Y encontré un extracto del diario del sargento Bernard J. Brookes, de los Queen’s Westminster Rifles, del 24 de diciembre del 1914, en plena Primera Guerra Mundial que me fue de ayuda:

“[…] Hacia la noche, los alemanes se volvieron muy divertidos, cantándonos y gritándonos. Dijeron en inglés que, si no disparábamos, no lo harían, y finalmente se dispuso que los disparos no se intercambiaran […]. Un oficial alemán que llevaba una linterna se adelantó un poco y pidió ver a uno de nuestros oficiales para organizar una tregua para mañana (día de Navidad). […] Fue una noche hermosa y cayó una fuerte helada, y cuando nos despertamos por la mañana, el suelo estaba cubierto con una vestidura blanca. De hecho, fue una Navidad ideal, y el espíritu de paz y buena voluntad fue sorprendente en comparación con el odio y la muerte de los últimos meses. Uno apreciaba, con una luz nueva, el significado del cristianismo, ya que ciertamente fue maravilloso que un cambio así en la actitud de los ejércitos enfrentados hubiera podido producirse por un Acontecimiento que sucedió hace cerca de 2.000 años”.

Lo esencial de la Navidad es lo que se hizo presente en las trincheras de la Guerra, permitiendo disfrutar a los hombres en el frente del espíritu de amor y concordia que trajo Aquel que nació hace dos mil años. Aquellos oficiales decidieron vivir una tregua de paz, en que reinara la cordura desde el reconocimiento de la hermandad que nos une a todos como seres humanos e hijos de Dios. Esa es la clave: se tomó una decisión, la mejor posible, pero no siempre, por desgracia, se toman las mejores o siquiera buenas decisiones. Tanto la armonía como el enfrentamiento son un fruto de nuestra libertad, y optamos por una o por otra. ¿Cuántos gestos de simpatía o armonía mutua quedan truncados porque no son aceptados?

¿Y qué mayor gesto de armonía que el Dios Omnipotente, Creador de cielo y tierra, se haga tan cercano a nosotros sus criaturas, que asuma nuestra carne para, desde ella, redimirnos de nuestras miserias? La paz que vino a traernos, sin embargo, también la ofrecía y sólo podía ser aceptada libremente y no impuesta. En medio del misterio de Navidad, mientas los pastores acogían ese regalo de paz, otros lo rechazaban y decidían perseguirlo y acabar con ello -¿quizás porque lo veían como una amenaza a su poder ejercido a base de temor? Siempre hubo y habrá pastores y magos que, junto a José y María, acogen al Niño Dios y sus exigencias de paz, pero con ellos coexistirán Herodes que quieran imponerse y se cierren a la paz y al trabajo en común.

La paz en el mundo, en nuestras familias o lugares de trabajo, es fruto de las decisiones, y, por lo tanto de la libertad, y lo mismo la guerra, violencia o  enfrentamientos. Cristo, a quien adoramos en un Niño en estos días de Navidad, viene a nosotros y nos ofrece la paz, pero depende de nosotros aceptarla o no. Por eso, y la historia se repite precisamente porque somos libres, han coexistido y así seguirá siendo, la paz con la guerra, la concordia con la lucha. Y así, es claro, entonces que la paz, como dice Santo Tomás de Aquino, es fruto de la virtud de la caridad, que se acoge y se ejerce libremente, y que implica una doble unidad: la interior “que resulta de la ordenación de los propios apetitos en uno mismo” y la que se da con los demás -“que se realiza por la concordia del apetito propio con el ajeno”- evitando el enfrentamiento. La primera se logra por el amor a Dios sobre todas las cosas que lo ordena todo en Él, y la segunda, “en cuanto amamos al prójimo como a nosotros mismos” (Cfr. Suma Teológica, II-IIa, q. 29, a. 3, in c).

Esther Gómez

Directora Nacional de Formación e Identidad