La humildad: eso que somos a la luz de Dios

“consiste en mantenerse dentro de los propios términos sin llegar a lo que está sobre sí”

“Cada día tiene su propio afán”, y por eso cada tiempo nos exige determinadas conductas para responder mejor a sus exigencias, de ahí que ciertas actitudes y hábitos parecen más necesarios que otros en tales momentos. En estos tiempos nos enfrentamos a algo que remece nuestro pretendido “dominio” humano sobre la enfermedad y sus efectos y no tenemos respuesta a muchas incertidumbres. La vulnerabilidad humana, que la pandemia y la situación social y económica han puesto aún más de relieve, nos recuerda una verdad fundamental del ser humano: somos criaturas, no Dios. No tenemos el control sobre todo porque no somos omnipotentes, aunque los avances científicos y tecnológicos nos lo hagan creer. Y esa verdad saca a la luz que el ser lo hemos recibido, y con él, también una misión en la vida a fructificar contando con nuestra condición real, no con la que creemos tener.

Nuestra condición humana peculiar, por un lado, manifiesta la huella divina en nosotros en tanto que nos lanza al infinito, a grandes conquistas y logros, incluso a superarnos a nosotros mismos hasta tocar el cielo, y, por otra, está enraizada en un ámbito de acción finito que constatamos ante nuestras limitaciones en cuanto hacemos, sentimos y conocemos. Sí, tal condición implica un equilibrio entre la conciencia de nuestra dignidad única y especial seres amados por Dios desde toda la eternidad y destinado al gozo perfecto de la eternidad, y a la vez el saber que somos seres criaturas necesitadas, no sólo de los demás, sino de Dios, que nos mantiene en el ser y sin el cual no podemos salvarnos. Por eso, la conclusión lógica si retomaos el punto inicial de esta reflexión, es que en este tiempo se hace especialmente necesaria la virtud de la humildad, aunque no siempre haya sido bien acogida y entendida.

Humildad viene del latín humus: tierra. La tierra es el fundamento para vivir y crecer, pero su lugar es el más bajo, no el más alto. Asumir lo que somos es entonces inherente a esta virtud. Pero eso no transforma la humildad en que nos pisoteen otros o en no hacer valer nuestra dignidad; no es eso, como se creído a veces, sino en reconocer la verdad de lo que somos desde el sano realismo. A esta virtud el filósofo español Jaime Bofill, siguiendo al Doctor Angélico, la llamaba “humildad metafísica”, es decir, la conciencia de lo que somos en nuestro ser más profundo. Somos tierra, humilde, pobre y con limitaciones, sí, pero una tierra tocada y redimida por Dios, y por eso tierra con un valor muy especial. Lo que podría desanimarnos o deprimirnos es, por otro lado, motivo de alegría al sabernos amados y apoyados. ¿Cómo conjugar estos dos extremos de la conciencia de nuestra simultánea poquedad y la de grandeza?

Como no es fácil ni conjugarlo ni vivirlo, Aquel que se hizo uno de nosotros para salvarnos y enseñarnos el camino de la verdadera y plena humanidad, Jesucristo, nos quiso dar ejemplo de humildad. Hasta Su venida, no aparecía esta virtud entre las que nombraban los filósofos antiguos, porque no tenían el contrapunto que solo Dios hizo posible. La lección que hizo carne en el siglo I hoy sigue siendo actual, y quizás más que antes con el fin de evitar los extremos. Aunque por naturaleza a Dios no le cabe tal virtud, porque es totalmente perfecto, quiso vivirla al asumir la naturaleza humana desde el servicio y la “humillación” por nuestro amor. ¿Cómo no recordar aquí el himno a los Filipenses?

“No actuéis por rivalidad ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada uno a los demás como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás. Tened los mismos sentimientos de Cristo, quien, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a Sí mismo tomando la forma de siervo” (Flp 2).

Y si Él lo vivió así, solo porque quiso, con mayor razón debiéramos vivirla sus criaturas. La siguiente consideración del Santo de Aquino en relación con la vivencia y las causas de la humildad, puede iluminarnos.

“Ciertamente, en Dios no cabe humildad pues la virtud de la humildad consiste en mantenerse dentro de los propios términos sin llegar a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior. Se ve, pues, que la humildad no puede convenir a Dios, que no tiene superior, por estar Él mismo sobre todas las cosas. Pero si uno se somete temporalmente por humildad al igual o al inferior, esto es porque juzga en algún sentido como superior a quien, en absoluto, es igual o inferior a él. Luego, aunque la virtud de la humildad no convenga a Cristo según su naturaleza divina, le pertenece, sin embargo, según su naturaleza humana, haciéndose dicha humildad más laudable por su divinidad; pues la dignidad de la persona engrandece la alabanza de la humildad, como sucede cuando algún magnate se ve por cierta necesidad en trance de padecer bajezas. Mas en el hombre no puede haber dignidad más alta que la de ser Dios. Por eso la humildad del Hombre Dios es la más grande humildad, pues soportó las bajezas que convenía padeciera para salvar a los hombres, porque los hombres, inducidos por la soberbia, eran amadores de la gloria mundana. Así, pues, para que la afición humana de amar la gloria mundana se trocara en amor de la gloria divina, quiso padecer la muerte, no es una cualquiera, sino la más afrentosa, pues hay quienes no temiendo la muerte aborrecen una muerte vil y así para despreciar también esta el Señor animó a los hombres con el ejemplo de su muerte.

[…] y mueven más obras los hechos que las palabras y tanto más eficazmente mueven cuanto más cierta es la opinión que se tiene de la bondad de quien obra de tal modo. Por lo cual, aunque se hallasen muchos ejemplos de humildad en otros, no obstante, fue convenientísimo que fueran impulsados a ello por el ejemplo del Dios hombre” (Suma contra los gentiles, libro IV, capítulo 55).

El peso de la soberbia nos inclina a sobrevalorarnos por encima de lo que somos, y a dar más importancia al brillo de los afanes y éxito del mundo que a lo que de verdad da valor a cuanto hacemos: el amor a Dios (superior desde el amor y el ser) traducido en buscar el bien para la más bella huella de Dios en el mundo, tú y yo: cada persona con su dignidad y su vocación especial. La humildad nos hace realistas y nos permite relacionarnos con Dios y con los demás admirando Su huella en ellos, en un amor hecho servicio y no desde el orgullo ni la vanagloria. Pues sólo el amor construye el bien y, en estos momentos, aun entre las dificultades que nos rodean, podemos ejercitarnos y crecer en esta virtud, tan necesaria.

Esther Gómez
Dirección de Formación e Identidad, UST