La fortaleza o el “arte” de saber resistir y atacar
¿El fin último de la vida? Sto. Tomás de Aquino lo coloca en el bien y en ordenar la vida a su consecución. Y como no podemos alcanzar el Bien supremo, que es Dios, sin practicar actos buenos o virtuosos que ordenen la vida, es conveniente conocer más las virtudes cardinales para vivirlas. Ellas -prudencia, justicia, fortaleza y templanza- nos ayudan y disponen para una vida feliz. Cada una realiza el bien de una manera peculiar: la prudencia lo conoce y permite discernirlo en cada caso concreto, mientras que la justicia lo lleva a cabo pues “establece el orden racional en todos los actos humanos” (Suma Teológica, II-IIa, q. 123, a. 12); y a la fortaleza y templanza les corresponde impedir y frenar los obstáculos, procedentes de nuestros apetitos y pasiones, que se interpongan a la consecución de tal bien.
Para comprender en qué consiste la virtud de la fortaleza aludiremos brevemente a lo que ella tiene la misión de refrenar en algunos de sus movimientos: el apetito sensible. Como su nombre indica, es un apetito por el que apetecemos lo que sensiblemente conocemos como agradable y, por el contrario, rechazamos lo que captamos como malo o desagradable. Las emociones que sentimos de forma espontánea, como, por ejemplo, alegrarnos de ver a un amigo, desesperarnos cuando el futuro es muy incierto o enfadarnos ante una falta de educación, son sus actos específicos. ¿Cómo reaccionamos ante un peligro, un mal o un dolor inminente? Normalmente, con un sentimiento de temor, miedo o desesperación, que, una vez identificado, hemos de juzgar si es o no adecuado, es decir razonable, de cara a conseguir nuestro bien. Esto quiere decir que a veces será bueno sentir miedo o temor, pero no siempre, pues depende de lo que nos provoque el miedo y en qué grado lo sintamos y controlemos. Por eso es bueno temer aquellos “males a los que el hombre no puede hace frente y de cuya resistencia no se deriva ningún bien” (Ibid, q. 125, a. 1. ad. 3).
Ante un bien que amamos, pero difícil de conseguir, necesitamos una virtud que nos permita resistir y actuar con firmeza de ánimo. Lo primero, para moderar nuestra resistencia a los obstáculos y lo segundo, para impulsar la realización de la obra buena. Esta doble acción, sostener e impulsar, es obra de la fortaleza. El freno debe ponerlo a los miedos que nos apartan de lo bueno. El miedo, a su vez, brota ante las cosas difíciles de superar, y lo que más genera miedo son los dolores, del cuerpo y del alma, y peligros del alma, y en especial, la muerte. Por ejemplo, ante una operación médica necesaria pero delicada es normal sentir miedo, pero la actitud personal más correcta es la de aquel que, moderándolo, es capaz de superar ese miedo y se somete a la operación. O el miedo de circular por una carretera con hielo puede ser bueno, porque la posibilidad real de tener un accidente nos lleva a manejar con mayor precaución o a buscar rutas alternativas.
Sin embargo, ciertos miedos que pueden impedirnos realizar el bien que debiéramos, se originan a veces ante peligros imaginarios. Y así la pregunta de lo que nos pasará si decimos la verdad de algo concreto que está siendo cuestionado se la plantean no sólo los niños que han roto el jarrón de su casa, sino también los adultos que nos vemos en la disyuntiva de decir la verdad o de mentir, cuando está en juego, quizás, la opinión que otros se formen de él. Sólo aquel que es audaz porque es capaz de asumir las consecuencias de obrar conforme a la justicia –en este caso las aparentes incomprensiones del resto- pondrá en práctica la fortaleza. Por eso, como se ve en este ejemplo, la honestidad brota de la fortaleza de ánimo.
La fortaleza, como toda virtud moral, se sitúa entre dos excesos, la timidez y la impavidez. El primero, la timidez, se da por exceso de temor “en tanto que el hombre teme lo que no conviene o más de lo que conviene” y el segundo, la impavidez o temeridad, se da por defecto en el temor en cuanto no se teme lo que se debe temer. El término medio es la audacia que, previa reflexión, nos hace afrontar los miedos injustificados o no racionales, pero sin exponerse a los peligros innecesarios o superiores a nuestras fuerzas (Ibid, q. 123, a. 2).
En el diario vivir son muchas las ocasiones de practicar la fortaleza, pues las dificultades con que nos encontramos, aunque de diversos grados, son numerosas. No es fácil resistir cuando se pierden las ganas de seguir luchando, por ejemplo, o ante serias dificultades, sólo quien es moralmente fuerte seguirá adelante.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal