La cotidiana solidaridad

Pese a lo difícil que es decirla de corrido sin equivocarse, “solidaridad” es una palabra que hoy está en boca de todos. Sin embargo, como suele ocurrir con estas cosas, su uso frecuente no es sinónimo de precisión y profundización en su significado. Dificultad que se acentúa al considerar que se trata de un concepto (aparentemente) reciente, sobre el cual, por si fuera poco, parece que Santo Tomás y los clásicos no dijeron una sola palabra. ¿Cómo es posible, si se trata de algo tan importante? Por eso, es conveniente profundizar un poco.

Partamos por lo más básico: los que no es la solidaridad. Y, en primer lugar, no es sentimentalismo, “un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente”, “presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos”, en síntesis, “una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario” (Benedicto XVI, Caritas in Veritate, 3). El Papa está hablando aquí de la Caridad, pero lo mismo vale para nuestro tema.

Muy vinculado a esta deformación, la solidaridad no debe transformarse en una “aspirina para la conciencia”, un sentimiento intenso pero esporádico, una ayuda espasmódica, ineficaz e inoperante que sirve solamente para quedarse tranquilo diciendo “soy solidario, cumplí lo mío, ahora que se ponga el Estado”.

Quizás el error más básico y grave de esta posición vital es confundir solidaridad con beneficencia, olvidando que dar es difícil, no tanto porque cuesta desprenderse de lo propio, sino porque hay que hacerlo bien: porque dar bien es un arte. Basten como ejemplo dos errores típicos al momento de dar: no cuidar los modos, ofendiendo a quien recibe y darle lo que a mí me parece que necesita (o me sobra), y no lo que realmente necesita. El único modo de corregir ambos errores es precisamente lo contrario del sentimentalismo aludido: el verdadero amor al prójimo, ese que sin sentir nada (al menos no necesariamente), se preocupa singularmente por el bien real de la persona que tenemos al frente. Primera conclusión, entonces: la solidaridad sólo se entiende en el orden del amor, y no en el de los sentimientos. La segunda conclusión se refiere a la inteligencia.

Juan Pablo II definió la solidaridad como la “determinación firme y constante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo rei socialis, n.38). O sea, la solidaridad es una virtud. Y si se refiere a los más necesitados, es porque su fin es el bien común, o sea, “el bien de todos y cada uno”. Según el mismo Juan Pablo II, y esto me parece extremadamente interesante, la raíz de esta virtud no es una decisión personal, sino es la conciencia de un hecho. La solidaridad nace espontáneamente de la conciencia de la interdependencia, es decir, del darnos cuenta de que dependemos unos de otros y que, por lo tanto, es imposible que yo esté bien si mi prójimo está mal. No se trata de que no “debo” sentirme bien si el otro está mal; se trata simplemente de que, siendo parte de esta, una sola comunidad, es imposible que yo esté bien si el otro está mal. Aunque yo no me dé cuenta. Es como en un organismo vivo: el corazón no puede estar tranquilo diciendo “estoy sano” si el hígado está enfermo, porque es cuestión de tiempo para que esa enfermedad le llegue a él.

La solidaridad es la respuesta natural al hecho de que mi bien personal es inseparable del bien de los otros miembros de mi comunidad. Es la conciencia de que, si bien podemos vivir haciendo cuenta de que los demás no existieran, como si mi bien privado produjera por “arte de magia” o por una “mano invisible” el bien de los otros, eso será siempre una ilusión, un anestésico de la conciencia, una mentira.

El bien común es el bien de la persona en sociedad. La solidaridad consiste en vivir de acuerdo con esta verdad básica. Por lo mismo, no consiste tanto en actos esporádicos de generosidad (aunque los incluye) sino en un empeño firme y constante de dirigir toda mi actividad, y especialmente mi actividad profesional, al bien real concreto de aquellos que la reciben. Consiste en darme cuenta de que si soy enfermero, abogado, profesor o kinesiólogo es solamente porque hay otro que necesita ese trabajo, y que, por lo tanto, el único modo de hacerlo en realidad bien es queriendo sinceramente su bien real. Así, por ejemplo, un enfermero puede curar mal por incompetencia o por desinterés; en ambos casos peca contra la solidaridad.

¿Y qué dice Tomás de Aquino sobre esto? La idea de solidaridad sólo surgió con fuerza en el momento en que el individualismo teórico logró permear todos los ámbitos de la vida concreta de las personas. El individualista de hace cien años contradecía su discurso con su vida cotidiana, porque tenía un vínculo personal permanente con una sociedad a escala humana. Hoy es perfectamente posible vivir como si los otros no existieran. Lo que para nosotros es un desafío, para un Tomás de Aquino era simplemente un punto de partida: “Puesto que un hombre es parte de la ciudad, es imposible que sea bueno si no está bien ordenado respecto del bien común: un todo no puede estar bien constituido si sus partes no le están ordenadas. Por lo cual es imposible que el bien común de la ciudad sea bien logrado si los ciudadanos no son virtuosos” (I-II, q.92, a.1). Nosotros diríamos “solidarios”.

 

Gonzalo Letelier

Centro de Estudios Tomistas