Helen Keller, contraste de luz y oscuridad

Siempre hay algún rayo de luz, visible gracias al respeto, amor y dedicación de los demás

Todos pasamos momentos de oscuridad, de crisis, y hasta de desesperación, pero casi todos tienen un término, antes o después, y eso nos alienta y da esperanzas. Así lo esperamos, de hecho, ante la difícil situación mundial que estamos ahora viviendo. Pero es muy impresionante la situación de las personas que viven en oscuridad real, no un tiempo ni unos meses, sino toda la vida. Me refiero a quienes no pueden ver, por la razón que sea. Y si a esa situación se suma, además, el no poder escuchar, entonces se hace aún más complicado, pues en este caso no puede brotar la esperanza natural al saber que la complicación, tarde o temprano, pasará. Por otro lado, la integración y comunicación con los demás se hacen realmente difíciles y sólo se logra con medios alternativos que suplan los cauces naturales. Y, sin embargo, es posible sobrellevar esa situación con esperanza y, aún más, ayudar a otros en la misma situación. Así lo vivió la protagonista del Tema Sello 2020.

Cuando tenía solo 19 meses, Helen Keller perdió la visión y la audición. Esta niña, nacida en Alabama en 1880, creció así medio aislada de quienes la rodeaban y al capricho de su naturaleza. Sus padres no supieron educarla y sólo a través de una escuela para niñas ciegas, lograron que su maestra, Anne Sullivan, que había sido también ciega, pero que recuperó la vista, le enseñara no sólo modales sino a comunicarse a través del lenguaje de señas. Esto le abrió a Helen un mundo, siguió aprendiendo cada vez más, culminó estudios superiores y, ya adulta, lideró en Estados Unidos y en otros países, la defensa de las personas que, como ella, tenían dificultades para comunicar y comunicarse, ser aceptados, por lo que no se sentían respetadas como personas ni incluidas en la sociedad. Murió en 1968.

Realmente su vida se nos presenta, especialmente este año, como un ejemplo de lo que se puede lograr con una voluntad tenaz, abierta al saber, a la verdad, al bien y al amor a los demás y a Dios, y segura del apoyo incondicional de un guía o maestra que caminara delante de ella para así despejar las espinas del camino a recorrer. Pero no es sólo ejemplo de superación y de dar lo mejor de sí, también lo es de respeto e inclusión. La oscuridad física en que vivó y creció, pudo iluminarla con esa apertura al conocimiento y al mundo de los demás y de Dios, con los preciosos vínculos que estableció con tantas personas y con el impulso que su vida supuso para tantos. Por eso no extraña que afirmara que “Lo mejor y lo más bonito de esta vida no puede verse ni tocarse, debe sentirse con el corazón”, y “Cuando hacemos lo mejor que podemos, nunca sabemos qué milagro se produce en nuestra vida o en la de otros”.

Su orientación interior hacia una luz más profunda que la que podemos percibir por los sentidos, es lo que le dio fuerza para descubrir que el valor de cada persona, no sólo el suyo, radicaba y radica no en su exterior -apariencia o capacidad- o en su actividad, en lo que haga o deje de hacer, sino en su grandeza interior, en su alma espiritual e inmortal, capaz de trascender más allá de lo sensible hasta lo invisible, hasta el corazón, hasta Dios. Esa es la verdadera fuente del respeto y de la dignidad de cada persona, que “significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza” (Suma Teológica, Ia, q. 29, a. 3, in c), de ahí que sea “[…] necesario que exista un orden conveniente entre el ser humano y sus semejantes en la vida ordinaria, tanto en sus palabras como en sus obras; es decir, que uno se comporte con los otros del modo debido” (Ibid, II-IIa, q 114).

Helen Keller aprendió a dar a cada persona un trato adecuado, acogiendo positivamente sus particularidades y diferencias, manifestación de su identidad y de la riqueza de la diversidad. Ella aprendió en primera persona la riqueza del complementarnos y enriquecernos mutuamente entre todos, y porque así vivió, lo pudo defender para todos, en especial para los que, como ella, eran vistos de otra manera.

La oscuridad nunca es absoluta, pues siempre hay algún rayo de luz, aunque necesitemos del amor, respeto y dedicación de los demás para descubrirlo, y, a su vez, hacerlo descubrir a otros. Hoy, para nosotros, sigue siendo actual su invitación: “No existe una manera más hermosa de dar gracias a Dios por tu vista, que brindando una mano de ayuda a aquellos que por carecer de ella viven en la oscuridad”.

Esther Gómez
Directora Nacional de Formación e Identidad