Chile: Concordia y gratitud
Gratitud a la patria como concordia de voluntades
¿Quién no ha recibido algo de otros? Desde el gratuito saludo mañanero, el asiento en un medio de transporte o la confianza para mostrar que podemos contribuir a algo bueno, hasta algo tan fundamental como la existencia, la vida o la crianza. Y es de justicia, corresponder a todos esos dones con gratitud.
De esa manera justificó Tomás de Aquino la razón profunda de la virtud de la gratitud que, de hecho, toma varias formas: adquiere el nombre de piedad cuando se trata de devolver esa ‘deuda’ a los padres y a la patria por habernos transmitido la vida, la crianza y la herencia cultural de un pueblo, mientras que, si el donante es Dios, creador de la vida, toma la forma de la religión al rendirle el amor y culto merecido. La piedad se manifiesta en la honra y servicio a los padres y a la patria, con lo que se transforma en “cierto testimonio de la caridad con que uno [los] ama” (Suma Teológica, II-IIa q. 101, a. 3, ad. 1).
Venimos a la vida en un ambiente del que recibimos, a modo de herencia, unas raíces y una serie de riquezas culturales y familiares que influyen en nuestro desarrollo personal. Por eso se puede decir que “patria” es, “en cierto modo, principio de nuestra existencia” (Ibid, ad. 3). Y como tal, su riqueza se va configurando progresivamente –sea para su mejora o para su declive- con la contribución de cada miembro. Por eso, los actos concretos de gratitud deberían contribuir al bien de la cultura y al de la vida social favoreciendo unas relaciones sociales armónicas o justas.
Así es, pues donde concurren varios protagonistas debe darse una cierta “concordia” o “unión de voluntades” y corazones que permita que todos caminen juntos en la misma dirección. Eso hace de la comunidad o sociedad una unidad con diversos miembros que convergen al bien común como su fin y no un conjunto de partes disgregadas entre sí. La concordia es compatible con la diversidad de opiniones y, de hecho, constituye una riqueza, siempre que haya acuerdo en lo esencial -los valores indiscutibles fundamentales. Por otro lado, la concordia no surge por arte de magia o porque lo diga la ley, sino que es un resultado del amor verdadero, el de caridad, por el que –en Dios y desde Dios- “amamos al prójimo como a nosotros mismos; [y] por eso quiere cumplir el hombre la voluntad del prójimo como la suya propia” (Ibid, q. 29, a. 3, in c).
La condición necesaria para la verdadera concordia es, por tanto, querer con verdad al prójimo y su bien. Por eso no nos degrada inclinarnos a su voluntad, siempre que ésta busque el bien verdadero y lo quiera desde la caridad, pues –como regla suprema del amor a Dios y al prójimo- fundamenta la concordia al hacer posible la comunión de voluntades. En cambio, cuando no se busca el bien verdadero la concordia pierde su fundamento y se deslegitima, y entonces puede justificarse la discordia, aunque sin faltar al bien y a la verdad, tal como lo afirmó Juan Pablo II al canonizar a Edith Stein, judía conversa que murió mártir en Auschwitz: “No aceptéis como verdad nada que carezca de amor. Y no aceptéis como amor nada que carezca de verdad. El uno sin la otra se convierte en una mentira destructora”. Tomás de Aquino pone el dedo en la llaga al señalar como una causa habitual de discordia e injusticia el que “cada cual busca su propio bien” sin atender al verdadero bien del otro (q. 37, a. 1, in c).
Y así, si el criterio más profundo para la concordia es buscar el verdadero bien, la auténtica piedad, al asumirlo, honrará y servirá a la patria contribuyendo al bien común. Esto supone aceptar la propia historia como parte de una herencia recibida, pero aprendiendo de los errores para no repetirlos y de los aciertos, para potenciarlos. No hacerlo “degenera en soberbia y en vanagloria” (Ibid, a. 2, in c), mientras que sólo desde un amor que sirve es posible la unión, y se muestra como gratitud por todo lo recibido.
Esther Gómez
Directora nacional de Formación e Identidad