¿El fin del tiempo o el ingreso del Eterno en el tiempo?

Si el Eterno – Dios- al hacerse hombre, entra en el tiempo, entonces no sólo eleva y dignifica la naturaleza humana, sino que otorga plenitud y sentido al temido “día y hora final”.

Las figuras de los pesebres que adornan estos días casas y calles expresan un acontecimiento histórico de trascendencia real: Dios se hizo uno de nosotros y tomó carne humana de María Virgen. Nace en el tiempo el que, desde siempre, mora con Dios Padre y Dios Espíritu Santo en la eternidad. Y al hacerse temporal el que es eterno, nos abre la eternidad.

Santo Tomás de Aquino dice al respecto que “en Cristo hay dos naturalezas: una, la que recibió del Padre desde la eternidad, y otra, la que recibió de la madre en el tiempo. Y por eso es necesario atribuir a Cristo dos nacimientos: uno, por el que nace eternamente del Padre; otro, por el que nació temporalmente de la madre” (Suma Teológica, IIIa, q. 35, a. 2, in c.).

De forma misteriosa, el Verbo eterno de Dios nace en un momento del tiempo que es, según las profecías, la plenitud de la historia. Verdadero Hijo de Dios que le ha engendrado desde toda la eternidad y verdadero hijo de María, pues en ella se encarnó y de ella nació. “Cristo se llama realmente hijo de la Virgen madre en virtud de la relación real de la maternidad respecto de Cristo” (Ibid, a. 5). Tremenda dignidad la de María, a la que podemos llamar verdaderamente Madre de Dios. Y sin embargo, se presenta con la sencillez de una madre que acuna a su hijo, le da calor, le mira, lo besa. Y a Dios, por otro lado, lo vemos en los brazos de una mujer… admirable humildad.

Esta madre, al igual que el momento o el lugar, fueron fruto de la elección de Dios, pues Él es Señor de tiempo y espacio. “La diferencia entre Cristo y los otros hombres está en esto: Los otros hombres nacen sujetos a la necesidad del tiempo; Cristo, en cambio, como Señor y Creador de todos los tiempos, escogió el tiempo en que había de nacer, lo mismo que eligió la madre y el lugar. Y porque cuanto procede de Dios está perfectamente ordenado y convenientemente dispuesto, síguese que Cristo nació en el tiempo más oportuno”. (Ibid, a. 8).

Acontecimiento colosal: Dios eterno entra en el tiempo y a nosotros, sujetos al tiempo, nos abre la puerta de la eternidad. La llave está oculta en la sencillez de un Niño Dios recostado en un pesebre y de una Madre Virgen que lo acoge y se le entrega. Esto da sentido al tiempo y proporciona otra visión sobre su término.

Efectivamente, se ha levantado una gran expectación sobre ciertas profecías del día y la hora del fin del mundo, que presentan cercano. Se barajan fechas y nombres, se apela a catástrofes naturales. Sin embargo, ¿se puede saber esto por medios naturales? Pero, es más, ¿no será más relevante conocer la “plenitud de los tiempos” que su día final?

La cuestión del día del fin del mundo corresponde a un futuro contingente, es decir, a hechos sujetos a una diversidad tal de elementos y con unos efectos tan imprevisibles, que escapan al conocimiento humano. Y como sólo podemos predecir del futuro los efectos de aquello que conocemos a cabalidad, el día y la hora del fin del mundo, sólo pueden saberse, dice Santo Tomás, por una gracia de Dios –la profecía (Cfr. Suma Teológica, II-IIa, q. 171-173). De ahí la enigmática respuesta de Jesús de que nadie, “sino sólo el Padre” (Mt. 24, 36) conoce el día y la hora. Vano parece, entonces, especular sobre ello.

Y al reflexionar sobre el tiempo y su sentido volvemos a nuestro punto inicial. Resulta que si el mundo tuvo un inicio temporal, entonces podrá existir un suceso único que le marque un antes y un después: que el Eterno –Dios-, al hacerse hombre, entra en el tiempo del mundo. Hay, sí, un antes y un después de Cristo. Por eso dice San Pablo que “en la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de mujer” (Gal 4, 4).

Esto es la Navidad, manifestación del misterio de amor y a la vez plenitud de los tiempos.

 

María Esther Gómez de Pedro

Centro de Estudios Tomistas