Esperanza y esperanzas

“a nadie se le ofrece la medicina […] si antes no reconoce su propio defecto”

 Esperamos aquello de lo que tenemos alguna garantía o confianza de poderlo conseguir aunque sea difícil y caemos en la desesperanza si falta tal confianza. Unas veces confiamos en nosotros y otras en otros. Pero no todo podemos conseguirlo con los medios a nuestro alcance, ni ahora ni a futuro. A veces ponemos la esperanza humana en ciertos hallazgos del conocimiento o en remedios, por ejemplo, y no siempre se ven cumplidas. Y eso puede provocar dos reacciones: o nos desesperamos o buscamos otras razones para seguir esperando. Claramente, hay cosas a nuestro alcance, como ahorrar para pagar una deuda o adquirir algo que necesitamos, pero hay otras que no logramos manejar por su complejidad o porque escapan de nuestras manos, como la completa seguridad de ser felices, o la salvación de ese lastre interior de división y tendencia al egoísmo y orgullo autorreferente que la tradición bíblica y cristiana denomina pecado.

Creo que la experiencia de la pandemia nos coloca ante una disyuntiva así. Buscamos los medios humanos a nuestro alcance, pero como no terminamos de controlarlo todo, las esperanzas humanas caen y vivimos inseguros. Y esa vivencia se puede extrapolar al motivo de la esperanza más profunda, que es la salvación y la cuestión de la vida eterna. Si humanamente no hay respuestas definitivas ante la muerte o la injusticia, sí la hay, en cambio, en la donación gratuita de la Palabra de Dios hecha carne, Jesucristo, en la medida en que se acepta. Por eso creo que siguen siendo actuales los argumentos de Santo Tomás de Aquino ante este dilema humano de la búsqueda de una esperanza definitiva, una que, reconociendo los propios límites, permita afrontar la muerte, la enfermedad, las injusticias y el mal en general.

“Convenía que por el Dios encarnado se prestara a los hombres la medicina contra los pecados. Pero a nadie se le ofrece convenientemente la medicina contra el pecado si antes no reconoce su propio defecto, para que así, abandonando la presunción, ponga el hombre humildemente su esperanza en Dios, que es el único que puede sanar el pecado. Y dice esto porque el hombre podía confiar presuntuosamente en su propia ciencia y en su propio poder. Por esto hubo de ser abandonado por algún tiempo a su propia suerte para que experimentase que no se bastaba a sí mismo para recobrar la salud: ni por la ciencia natural, porque antes del tiempo de la ley escrita el hombre faltó a la ley de la naturaleza, ni tampoco por su propio poder, porque habiéndosele dado el conocimiento del pecado por la ley, aún pecó por flaqueza. Y así fue preciso que finalmente se diese al hombre que no presumía de ciencia ni de poder un auxilio eficaz contra el pecado por la Encarnación de Cristo, a saber, la gracia de Cristo que le instruyera en las cosas dudosas, para que no fallase el conocer, y le fortaleciera contra el asalto de las tentaciones, para que no cayese por flaqueza” (Suma contra Gentiles, IV, cap. 55).

Sólo el enfermo que se reconoce como tal, puede recibir la medicina del médico. La presunción orgullosa que cree saber y solucionarlo todo, nos encierra en nosotros mismos y se cierra a la medicina, en este caso divina, que es la gracia. Mientras que la humildad que no deja de aspirar a la salvación porque sabe que Dios puede curar y perfeccionar lo que somos, hace posible una esperanza trascendente. Sólo esa nos abre a la salvación. Apoyados solo en nuestras fuerzas podemos lograr algo, pero como quedan muchas más cosas sin lograr, entonces caen esas esperanzas y eso nos frustra, pero asistidos por la gracia de Dios, se nos abren caminos y puertas definitivas. Esta es la esperanza teologal, sobrenatural, que se apoya en esta doble verdad de la revelación cristiana: “Sin Mí -Cristo- no pueden hacer nada” (Jn 15,5) y “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil 4,13).

Esther Gómez,
Dirección de Formación e Identidad, UST