trascender

Esa vida tan escurridiza pero abierta a la inmortalidad

Hay que reconocer que las noticias de las últimas semanas y meses han tenido una tónica común, no precisamente optimista ni de alegría. Más bien, ponen ante los ojos tragedias humanas provocadas por potentes movimientos de la tierra: volcanes, riadas, terremotos, etc. Y en todos los casos, en unos más que en otros, ha habido personas afectadas, incluso numerosas pérdidas humanas. Es un hecho: la fuerza de la naturaleza física frente a la cual casi nada podemos hacer, excepto aprender y prevenir evitando daños en lo sucesivo.

Por eso la vida de la persona se me presenta como una paradoja: tan grande, tan relevante y digna como es, y a la par, tan frágil y débil. Y por eso aparece tan impactante la reacción de los sobrevivientes a estas tragedias, que, a pesar de haberlo perdido todo, siguen luchando. Ante la proximidad de la muerte, la vida cobra su peso más propio. De ahí que tal experiencia muestre el valor de la vida en sí misma y cómo todo lo que se le añada, sea lo que sea, es secundario cuando uno se enfrenta a la posibilidad de perderla.

Y, sin embargo, ese valor al que nos aferramos, muestra a la vez otra dimensión propia de la persona: el que no quisiéramos morir nunca. Tal deseo es, para santo Tomás de Aquino, indicio de una realidad. Igual que el sediento cuando tiene sed, sabe que existe algo para calmar su sed, aunque no lo tenga a mano, también este deseo de inmortalidad, que todo hombre lleva en su corazón, tiene un correlato que lo hará posible. Y así, dice que “todo ser dotado de entendimiento desea naturalmente existir siempre: y, como el deseo natural no puede ser vano, se sigue que toda sustancia intelectual es incorruptible”, es decir, toda persona es inmortal (Suma Teológica, q. 75, a. 6, in c).

La consecuencia de que la vida humana sea inmortal es muy relevante. De alguna forma se logra un cierto equilibrio entre su precaria fragilidad y su grandísimo valor, se encuentran además respuestas definitivas truncadas por la fugacidad de un tiempo que no perdona y por la debilidad física y de nuestro mismo obrar. En relación con esto, el filósofo alemán E. Kant veía en la inmortalidad del alma el cumplimiento en la vida futura de la justicia y verdad perfectas, tan imperfectas en esta vida. Pero el argumento más bello es, a mi entender, el que brota del amor: el verdadero amor se proyecta para siempre con la persona amada y no sólo le dice “para mí no morirás”, sino que, en efecto, eterniza ese amor. Ahí está la conexión más bella con el deseo de vivir y que nos recuerda los sucesos de estos días: el hecho de que somos alguien destinado a no morir para siempre. Nuestro gran filósofo Tomás de Aquino lo explica aludiendo a que eso que nos hace vivir es alma y espíritu. “Se dice que es alma por lo que tiene en común con los animales: dar vida al cuerpo […] Pero es también espíritu por lo que tiene de propio y no común con los demás animales, esto es, su potencia intelectiva inmaterial” (Ibid, q. 97, a. 3, in c.)

Nuestro espíritu nos hace capaces de trascender lo puramente material y permite no sólo que tengamos conciencia sino que nos poseamos desde dentro y seamos dueños de nuestros actos. Por eso, nuestro espíritu, al proyectarse al fin de los tiempos, “hará que redunde en el cuerpo lo que le es peculiar como espíritu: la inmortalidad en todos” (Idem). Y así, saber esto da otro color a las últimas noticias, el de la esperanza.

Esther Gómez
Dirección de Formación e Identidad