Esa verdad práctica o el actuar bien

La respuesta a cómo obrar para lograr nuestro proyecto de vida es una voz interior en forma de norma universal: “haz el bien y evita el mal”.

No hay duda de que si preguntamos a varias personas qué consideran bueno o malo, nos encontraremos distintas posturas. Sin embargo, es igualmente indudable que todos coincidirán en que siempre quieren algo que consideren bueno y se inclinan por lo mejor. Y esto es lo llamativo: a pesar de los distintos juicios, todos comparten el principio fundamental básico: nadie quiere el mal, al menos a sabiendas, sino que siempre elige lo que considera bueno. ¿No sucede esto con el padre que, aun pataleando, lleva a su hijo enfermo al médico? Y el hecho de que todos nos irritemos cuando nos roban o cuando alguien no cumple la palabra que nos dio, ¿no parece indicar que hay un ‘sentir’ común acerca de lo que es justo?

Esta unidad en torno al fundamento de la moral tiene que ver con la realidad misma, con la verdad del hombre. Lo que nos hace personas humanas -nuestra naturaleza-, es idéntica y universal para todos. Y es precisamente esta naturaleza la que imprime ciertas tendencias que nos llevan a obrar de acuerdo a nuestra racionalidad, y que nos sirven de pauta para actuar moralmente. Por eso, ante la pregunta de cómo hay que obrar para avanzar en nuestro proyecto de vida, brota una voz interior en forma de norma universal: “haz el bien y evita el mal” (Suma Teológica, I-IIa, q. 94, a. 2.). Algo así como el “Pepito Grillo” de Pinocho. Pero este principio, aunque sea evidente, ¿no es demasiado general? ¿Cómo se concreta?

Santo Tomás descubre en el hombre una triple inclinación natural de la cual surgen las leyes morales que nos indican cuál es, en concreto, el bien que debe hacerse y el mal que debe evitarse. La tendencia básica a la supervivencia, que supone el valor de la vida, se concreta en la norma que manda respetar la vida. La tendencia natural a la perpetuación de la especie manifiesta el valor de la familia y la educación de los hijos, y la obligación de velar por ambas. Y, por último, la tendencia racional a vivir en sociedad y a conocer la verdad pone de manifiesto la necesidad de vivir armónicamente de acuerdo a la justicia, y la obligación de buscar la verdad última de nuestra vida, es decir, de buscar a Dios.

Estas normas se conocen como “preceptos primarios de la ley natural” o “primeros principios de la razón práctica”. En efecto, no sólo son las normas básicas del actuar (nunca es lícito el homicidio, o el adulterio o la mentira), sino que son las verdades fundamentales que hacen posible y coherente la acción: cada vez que actuamos, lo hacemos buscando y cooperando a la plena realización de alguno de estos bienes. El valor de la familia y el matrimonio es más que un precepto que nos obliga a hacer ciertas cosas y a evitar otras; es sobre todo lo que nos mueve en nuestra vida familiar y en nuestro trabajo cotidiano.

En otras palabras, la ética no es sólo un conjunto de normas sobre lo que se debe hacer o evitar. Es sobre todo verdad moral o  verdad práctica. Es ser verdaderamente humanos.

Por supuesto, debido a su libertad, el hombre puede elegir desobedecer estas leyes que brotan de la naturaleza humana, pero entonces obrará en contra de sí mismo, en contra de lo que sabemos racionalmente que es nuestro bien. El mal uso de la libertad, apunta Santo Tomás, es sólo un signo de la misma pero no es propiamente libertad (Cfr. De Veritate, a. 22, a. 6), pues no perfecciona ni al hombre ni a sí misma. Dios nos ama y quiere nuestro bien; por eso, sólo le ofende aquello que es malo para nosotros mismos.

De ahí que sea necesario evitar cualquier atentado contra la vida y dignidad humana, propia o ajena, o contra la célula básica de la sociedad; o contra la obligación y derecho de los padres a educar a sus hijos. De aquí también el deber de reconocer públicamente a Dios como principio y fin último del hombre y de la sociedad y de perseguir la justicia en las relaciones sociales. Lo bueno y lo malo, en definitiva, no dependen del capricho de un legislador molesto, sino de la misma verdad del hombre.

No es difícil sacar las conclusiones prácticas más inmediatas de esta ley que nos regala la naturaleza y, en última instancia, su Creador, para nuestra plenitud. Pero eso no es suficiente: hay que querer vivirla y adecuar a ella nuestra vida. Es la forma de vivir la vocación de ser hombres verdaderamente, adecuando nuestra vida a la verdad práctica, es decir, al bien conocido y amado.

 

Esther Gómez / Gonzalo Letelier

Centro de Estudios Tomistas