El día de después: la responsabilidad en lo cotidiano
En medio de lo normal se puede aspirar a la excelencia si se actúa de forma espléndida.
A pesar de que las páginas de los diarios están llenas de sucesos, pareciera que, después del efecto inmediato del terremoto y del rescate de los mineros y las esperanzas generadas, la vida volviera a su ritmo normal -o casi normal. ¿Qué actitud tomar cuando, como en estos momentos, lo urgente deja paso a lo importante? Como siempre Santo Tomás, “maestro del orden”, nos ayudará en la respuesta.
No podemos perder de vista la orientación última de nuestra vida, que es la felicidad. Ésta se logra perfeccionando al máximo cada una de nuestras dimensiones personales y sociales, lo cual nos dispone a conocer la suprema verdad y a poseer el sumo bien: Dios. Desde esta óptica la vida activa diaria, abocada a lo externo y concretada en el trabajo y las relaciones sociales, aparece necesaria para conocer y gozar la suprema sabiduría en la vida contemplativa. Y, a su vez, requerimos contemplar la verdad para orientar rectamente nuestra vida activa. En otras palabras, hay que darse tiempo para discernir y distinguir lo realmente importante de lo secundario, los fines de los medios y orientar bien nuestras decisiones y actos.
Una vez claro el fin, nos preguntamos cómo orientar la vida correctamente para conseguirlo. Santo Tomás responde en una doble clave. La respuesta en clave teológica apunta al doble mandamiento de “amar a Dios y al prójimo”. En clave antropológica: será actuando siempre con vistas al bien de cada persona y de la sociedad, con las luces que proporciona la virtud de la prudencia.
¿Y cómo se hace factible esto? Primero, al hacerse cada uno verdaderamente libre y dueño de sí mismo –a ello se abocan las virtudes de fortaleza y templanza que crean el imprescindible orden interior personal. Y, segundo, con la práctica de la justicia que corrija y perfeccione el orden social. Como ya hemos analizado antes estas cuatro virtudes, no nos detendremos en ellas ahora, sin embargo, sí conviene destacar una virtud fundamental para superar el cansancio y acometer con ánimo la recta final de este año 2010: la aspiración a los grandes ideales, que hace vida la virtud de la magnanimidad. Les invito a detenernos un momento en ella.
Ya vimos que siempre actuamos movidos por un fin, pero no siempre somos conscientes de la perfección a la que estamos llamados. Fundamental es darse cuenta de ello. Por eso sólo un alma grande, que se conoce verdaderamente, es capaz de aspirar a metas elevadas. Ahora bien, ¿cómo concretar tal altura de miras?, ¿cómo debe ser eso grande a lo que aspirar? En esto hila muy fino Santo Tomás, pues considera grande no sólo lo que tiene grandes resultados o se hace merecedor del reconocimiento social, sino que también es grande el uso óptimo de algo que en sí mismo es sencillo y pequeño o la realización cuidadosa de algo modesto. “Puede decirse relativamente grande incluso el acto que consiste en el uso de una cosa pequeña o mediana; por ejemplo, si se hace de ella un óptimo uso” (Suma Teológica, II-IIa, q. 129, a. 1). También en medio de lo normal y cotidiano se puede aspirar a la excelencia si se actúa de forma espléndida, si una obra se hace como si fuera lo único que tenemos entre manos, si se termina a conciencia, si se asumen las consecuencias hasta el final. Esa es la diferencia entre la obra bien hecha y la hecha “al lote”.
Sin esta aspiración a hacer de la mejor forma posible la obra encomendada, tampoco puede haber responsabilidad en su ejecución. Obvio. Al hacerlo así, la magnanimidad eleva el nivel, y evita caer en la mediocridad y la queja. Efectivamente, uno de los extremos que corrige el espíritu magnánimo es la pusilanimidad, que deja de aspirar a todo lo que se podría lograr si se esforzara un poco, simplemente porque se rechaza el esfuerzo y se deja ganar por el cansancio o la monotonía. Por otro lado, evita además la presunción que pretende más de lo objetivamente posible y es fuente de frustraciones.
Las consecuencias de la actitud magnánima son más que obvias, pues, además del crecimiento personal y la satisfacción por la obra bien hecha, redunda en el bienestar de cuantos nos rodean y, si continúa en círculos concéntricos, también en el bien de toda la sociedad.
Los santos hablan de un amor capaz de transformar lo cotidiano en algo grande elevando el espíritu. Es muy similar. Por eso, en ellos se descubre el mejor modelo de una vida activa rectamente ordenada al bien y a la felicidad. Y en la Virgen María, en este inicio de su mes, descubrimos la respuesta más perfecta al plan de amor de Dios para con ella a través de una exquisita fidelidad en la vida cotidiana.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal