Cuando se da lo que se debe…
Sabemos que prudencia, justicia, fortaleza y templanza, las cuatro virtudes cardinales, nos ayudan y disponen para una vida feliz. Respecto a la justicia por la que “damos a cada no lo suyo”, y que es la más importante en la vida social, hemos visto ya que tiene numerosas maneras de concretarse, según quién sea el que deba recibir y lo que se le deba dar.
En la última cápsula nos ocupamos de las virtudes por las que damos lo que les corresponde a aquellas personas de quienes hemos recibido grandes dones y ante quienes nos presentamos con cierta desigualdad: Dios, nuestros padres y autoridades y quienes poseen una especial dignidad conferida por un cargo o un valor moral. Estas son: la religión, piedad, observancia y obediencia.
Por lo que respecta a esta virtud, nos faltaría completar lo que hace referencia a lo que se debe: la deuda. Tal deuda puede ser de orden moral y no legal, cuando la exigencia de dar nace de la honestidad de la virtud o, lo que es lo mismo, de la propia conciencia de haber recibido un bien que es justo devolver. Si la deuda se presenta como apremiante o como necesaria para conservar la buena conciencia y el bien común, entonces habrá que practicar las virtudes de gratitud al bienhechor, veracidad o sinceridad y, en el caso de haber recibido un mal, la vindicación. Es claro que con el agradecimiento se recuerdan los servicios y beneficios que otro nos tributó y se tiene la voluntad de remunerárselos. Esta gratitud puede concretarse de maneras muy diversas: un detalle, un pensamiento, una palabra, un regalo, un gesto, etc. Respecto a la realidad, uno debe ser veraz de tal manera que sus palabras y sus gestos “sean conformes a la realidad” y, por lo tanto, se manifieste exteriormente lo que realmente se piensa y no algo distinto. La mentira o la simulación son formas de faltar a la verdad que siempre tiene consecuencias, en uno mismo y en la vida social. En cambio, cuando se dice la verdad respecto de sí mismo y no se exageran, pero tampoco se disminuyen las propias cualidades, entonces se puede hablar de la virtud de la humildad. Agradecimiento, veracidad y humildad responden a un bien recibido. En el caso contrario, al recibir un daño o un mal, lo debido o justo se regula con la vindicación o venganza. Ésta, sin embargo, sólo es lícita, cuando en el castigo debido se busca el bien del culpable y se lleva a cabo además, de manera proporcionada y según la recta razón –lo que implica no dejarse llevar por la rabia.
En último lugar, encontramos situaciones en que la deuda no es tan apremiante, pero sí es indispensable salvarla para conservar la buena convivencia. Respecto al trato entre las personas, éste es correcto sólo cuando es regulado en palabras y obras por la afabilidad o amistad. Esta virtud es, en cierto modo, una necesidad para una sana vida social, porque, como dice Aristóteles: “nadie puede aguantar un solo día de trato con un triste o con una persona desagradable”. Así es como todos sentimos cierta obligación de “ser afable con los que nos rodean, salvo el caso de que sea útil entristecer a alguno” (Suma Teológica, II-IIa, q. 114, a. 2). Esto último es así cuando, por el bien del otro, como al librarle de un mal o al corregirle, no se le pueda dar gusto en algo concreto; mientras que, por el contrario, se le hace un mal, aunque no lo parezca, al adularle, pues no se busca la verdad ni el bien. Cuando la deuda corresponde a bienes exteriores, como riquezas o cosas semejantes, se ejercita la liberalidad o generosidad, que es el recto uso de los bienes, un término medio entre la avaricia y el despilfarro.
Vemos, pues, cuántas “obligaciones” nacerán del interior del hombre virtuoso si de veras quiere ser feliz no sólo él sino también hacer felices a los demás.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal