Cuando la donación se hace regalo
Nuestros regalos son muestra de agradecimiento, de cariño y de amor. Y cuanto menos merecíamos el don que se nos entrega, mayor será el agradecimiento.
Estamos hechos para vivir con otros y no para aislarnos, por eso establecemos lazos y vínculos con otros. Y aunque en distinto grado de intensidad y profundidad, cada lazo interpersonal supone cierta reciprocidad. “No es bueno que el hombre esté solo”, dice el Génesis, y Aristóteles, filósofo pagano, afirmaba en la Ética a Nicómaco que “sin amigos nadie querría vivir”.
Y a pesar de ser necesario para la vida, o al menos para una vida más personal, hay en tales relaciones, sobre todo las de amistad, un elemento de gratuidad, de regalo y de entrega de un ‘plus’ que, en estricto rigor, no se exigía. La virtud de la afabilidad, entendida como ese trato respetuoso y habitual a cada persona por su valor y dignidad, es de justicia, si por justicia entendemos, con Santo Tomás de Aquino, esa constante voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde. Y, con todo, las relaciones se vuelven cálidas y dan plenitud cuando en ellas se entrega un poquito más de lo que podemos exigir como debido: una sonrisa, un tiempo, un gesto de acogida o un favor.
Ese vínculo deja de ser una fría relación, para convertirse un una relación recíproca de amistad, cuando, además de darse una correspondencia recíproca, se quiere el bien del amigo por él mismo (Comentario a la ética a Nicómaco). La amistad parece entonces perfeccionar los necesarios vínculos entre las personas y una de las razones de ello es que el amor al amigo se traduce en actos concretos en los que se quiere su bien –la mayoría de las veces, como dijimos, superando lo que es de estricta justicia .Por eso también la amistad está impregnada de gratitud, como fruto de ese recíproco don, gratuito y libre, entre los amigos.
Demos ahora un salto en nuestra reflexión para aplicarla a un hecho que ha cambiado la historia de la humanidad. Durante el reinado de César Augusto, siendo Cirino gobernador de Siria, en una pequeña aldea de Judea llamada Belén, nació un niño al que fueron a adorar, primero, unos pastores y luego unos sabios venidos de Oriente. Unos y otros dijeron que ciertos signos del cielo –un coro de ángeles y una estrella muy especial- les anunciaron el nacimiento del Mesías esperado por los profetas como el Salvador del mundo. Más tarde, ese niño creció y, además de hacer signos milagrosos, dijo de Sí mismo que era el Hijo de Dios que había sido enviado con un designio de amor: devolver al hombre la amistad con Dios que había perdido por el pecado. Y dio la mayor prueba de amor que se puede dar a un amigo: dar la vida por él. Con su Redención nos entregó el mayor regalo: la posibilidad de la felicidad eterna, que había estado vedada hasta entonces en justo por nuestras obras.
Si una sonrisa o un detalle pequeño nos proporcionan alegría, cuánta mayor será la felicidad y gratitud generadas por este gran regalo, sobre todo teniendo en cuenta que en estricta justicia no lo merecíamos. Al meditar sobre este hecho, Tomás de Aquino deduce como una sus consecuencias que “se acrecienta la caridad. En efecto, ninguna prueba hay tan patente de la caridad divina como el que Dios, creador de todas las cosas, se hiciera criatura, que nuestro Señor se hiciera hermano nuestro, que el Hijo de Dios se hiciera hijo de hombre. «De tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16). Consiguientemente, ante la consideración de esto ha de acrecentarse e inflamarse nuestro amor a Dios” (Exposición del Credo, artículo 3).
Por eso la celebración de la Navidad nos llena de alegría, de amor y de agradecimiento, en primer lugar, hacia el mismo que nos trajo el mayor regalo que podíamos imaginar: Jesús, el Hijo de Dios. Qué profunda ha de ser nuestra gratitud. Sí, con corazón agradecido debemos manifestársela con nuestros regalos de gratitud. Muchos serán regalos espirituales, quizás la reconciliación con Él o con quienes nos rodean, o actos de amor, de fe y esperanza; pero también pueden ser regalos materiales de buenas obras y de manifestación de amor al prójimo, en quienes se esconde el Niño de Belén. Él mismo lo dijo. “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hicisteis”.
Por todo esto la contemplación del Niño de Belén invita a ir a lo esencial: a recibir agradecidos su gran regalo y a devolverle algo de nuestro amor hecho obras. Y si, al igual que María y José al no encontrar lugar en la posada, vivimos momentos complicados tratemos de seguir el consejo de San Juan de la Cruz, que supo mucho de amor y de gratitud: “donde no hay amor, ponga amor y sacará amor”.
María Esther Gómez de Pedro
Centro de Estudios Tomistas