Un cristianismo integral para tiempos difíciles

Por Ignacio Serrano del Pozo.

Director de Formación e Identidad.

Los desgraciados hechos del último tiempo, en los que se han visto involucrados sacerdotes y religiosos en abusos sexuales y psicológicos, no nos pueden dejar indiferentes. Como cristianos y como comunidad debemos aprovechar esta oportunidad para crecer y para discernir sobre lo sucedido. Más aún si contamos con las sabias enseñanzas de Tomás de Aquino, que siempre pueden iluminar nuestros problemas contingentes desde la profundidad de la fe y la razón.

Pero no vamos a analizar este tema desde la gravísima falta cometida: ciertamente Santo Tomás tiene amplios análisis sobre cada uno de los vicios a los que está sometido el hombre herido por el pecado, y entre esos obviamente están las faltas de seglares y religiosos (más graves las de estos que la de aquellos por el nivel de escándalo y de responsabilidad). Creemos que es mucho más aleccionador abordar este tema desde la formación moral y desde el tipo de cristianismo que estamos cultivando hoy, tantos los sacerdotes como los laicos.

Si bien el cristianismo está constituido por un conjunto de dogmas y ritos, verdades fundamentales de fe y actos cultuales llenos de significación, es importante recordar que no se reduce a esta dimensión, por importante que sea creer en tal dogma o participar de determinado rito. El cristianismo es un encuentro con la persona de Cristo, y este encuentro debe transformar toda nuestra vida hasta su raíz.

La gracia o la vida de Dios no es un añadido superpuesto, una línea que marcha en paralelo o con independencia de nuestras acciones en el ámbito público, o de nuestras pasiones en la esfera sexual. La gracia es una realidad que asume toda la naturaleza humana —como enseña Tomás de Aquino- para elevar lo más bajo hasta lo más alto.

Así, el cristianismo es Vida que busca instalarse en nuestra vida completa, captando la inteligencia, la voluntad e incluso nuestra afectividad. La fe abre nuestra inteligencia a la verdad revelada y la caridad posibilita que nuestra voluntad sobrepase la justicia; pero también el cristianismo está llamado a transformar nuestros apetitos sensibles, introduciéndose en el delicado campo del placer y los impulsos. Sin este ordenamiento íntimo, que son las virtudes morales, no es posible alcanzar la madurez humana sobre la que opera o actúa la gracia. Es más, si se prescinde de este ordenamiento de los apetitos, lentamente los deleites desmedidos y la debilidad de ánimo empiezan a horadar a la persona desde sus cimientos.

Si se nos permite expresarlo en palabras simples (y quizás un poco burdas), podemos decir que el cristianismo práctico, para hacerse efectivo, debe traspasar el límite de nuestro propio ombligo, hasta alcanzar nuestra barriga, nuestros bolsillos y nuestra sexualidad, ordenando así los apetitos de alimento, el modo en que manejamos nuestro dinero y las pasiones y placeres sexuales. Esa es la verdadera unión armónica entre naturaleza y gracia en la que nuestro Patrono fue Maestro. Hacer caso omiso a esta realidad conlleva hedonismo egoísta o mera represión, los que pronto hacen estragos.

«Este acuerdo fundamental entre razón humana y fe cristiana es visto en otro principio fundamental del pensamiento del Aquinate: la Gracia divina no anula, sino que supone y perfecciona la naturaleza humana. Esta última, de hecho, incluso después del pecado, no está completamente corrompida, sino herida y debilitada. La Gracia, dada por Dios y comunicada a través del Misterio del Verbo encarnado, es un don absolutamente gratuito con el que la naturaleza es curada, potencia-da y ayudada a perseguir el deseo innato en el corazón de cada hombre y de cada mujer: la felicidad. Todas las facultades del ser humano son purificadas, transformadas y elevadas por la Gracia divina.» Benedicto XVI, Audiencia General, 16 de junio de 2010.