Por qué confiar en los demás
La doctrina de Santo Tomás nos sigue ofreciendo ricas reflexiones sobre otros aspectos relacionados con la felicidad. Los tipos de bienes, el legítimo amor a sí mismo, el valor de las riquezas y las alabanzas, o la conexión del deseo de una felicidad perfecta con la trascendencia han sido ya abordados en estas líneas. Y cada vez lo hemos hecho partiendo del presupuesto de que no gozaríamos solos de tal felicidad, sino que la compartiríamos con otros.
Esto nos lleva a una dimensión esencial de nuestra vida: vivimos con otros y de hecho necesitamos de los otros para vivir. El Robinson Crusoe es una excepción a nuestra naturaleza. Y sin embargo, no siempre somos conscientes de cómo debemos vivir con los otros para contribuir no sólo a nuestra felicidad sino a la de los demás. Y aquí es donde nuestro patrono nos ofrece una respuesta: no podemos vivir sin confiar en los demás y da la razón de ello.
“Por el hecho de ser animal social, un hombre a otro naturalmente le debe todo aquello sin lo cual la conservación de la sociedad sería imposible. Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad” (Suma Teológica, II-IIa, q. 109, a. 3, ad 1).
La razón es, pues, que somos seres sociales, es decir, hechos para vivir en sociedad, y esto es así no por un contrato o convenio, sino por naturaleza. Además, esa vida en sociedad debe estar ordenada al fin del hombre que es su felicidad, tal como la entendemos aquí: de forma integral y trascendente. Pertenece al orden propio de la sociedad el que cada uno vea y trate a los demás como se trataría a sí mismo, con amor y respeto, lo cual no puede nacer más que de la confianza mutua. A su vez, nace esta confianza de la conciencia de que uno puede fiarse del otro porque no le engaña, sino que le dice y actúa en verdad. Sólo este respeto por la verdad, la honestidad, hace posible y duradera la sociedad. Así pues, la veracidad, el decir la verdad y actuar conforme a ella cumpliendo la palabra dada y el ser honestos, es el fundamento y la exigencia de una vida en sociedad que nos permita conseguir nuestro fin. Por eso a cada uno “se le exige por una cierta honestidad decir la verdad a los demás” (Suma Teológica, II-IIa, q. 114, ad. 1), así como la convivencia afable es exigencia añadida de la convivencia.
Decir la verdad y respetar así a la misma verdad y a los demás es en lo que consiste la virtud de la veracidad que es buena y laudable, frente a la mentira, que “es por sí misma mala”. ¿Por qué? Porque, siendo la misión de las palabras ser signo natural de las ideas, es “antinatural e indebido significar con palabras lo que no se piensa” (Suma Teológica, II-IIa, q. 110. in c).
Honestidad, transparencia, reconocimiento veraz y valiente de lo que son las cosas, fidelidad a la verdad y a la palabra dada, son, pues, requisitos para una sociedad que contribuya a la felicidad de cada uno de sus miembros. Y en definitiva es cada uno de los miembros, es decir, cada uno de nosotros, el responsable de si es o no honesto, transparente, veraz, fiel y humilde, y, por tanto, de que lo sea la sociedad en que vive.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal