Balance y descanso
Quien ama y hace todo por amor, está orientando todo lo que hace al fin último, aunque haga cosas pequeñas o insignificantes o de poco relumbrón social
Estos momentos de fin y comienzo de año y de cercanía del tiempo de descanso, al menos en esta parte del mundo, llevan asociados otra actividad, realizada personal o colectivamente: la del balance, con sus evaluaciones, recuentos de logros, sumas y restas, dividendos y proyecciones. Es bueno y sano evaluar lo que ha sido el tiempo pasado para afrontar con mayor realismo el que se abre ante nosotros. Ciertamente que lo es. Y el descanso guarda con él estrecha relación. Pero quisiera preguntar a santo Tomás de Aquino por el criterio de evaluación más significativo de este balance de acuerdo a nuestra vocación personal y universal como personas humanas, dado que es fundamental orientar este balance al verdadero fin de lo que se evalúa.
Es cierto que en lo que solemos aplicar el balance es a la actividad laboral, de la que evaluamos logros y resultados. Pero también hacemos balance de cómo ha sido el último año en nuestros proyectos personales, y desfilan los éxitos y fracasos en el campo de la amistad, familia, amor, emprendimiento, sueños, etc. Pero hay uno que no siempre tenemos en cuenta pero que es el más importante: el balance de mi vida entera de cara a su destino final, o el fin de la vida.
Es cierto que nos cuesta mirar la vida en su totalidad, y más todavía a la luz del fin último, del destino final, que se abre tras la muerte. Nos cuesta porque nos parece tremendista y como si implicara no valorar suficientemente la vida. Pero bien pensado, es todo lo contrario: porque la vida es valiosa nos interesa orientarla bien, aprovecharla al máximo, aprobar todos los ramos importantes de esta carrera, hacerla rendir y lograr lo más posible a nuestra vocación personal. ¿Y cuál será el ramo más importante?: ¿el trabajo?, ¿la familia?, ¿el logro de riquezas, de poder o de fama?
Ya nos hemos referido al deseo de felicidad absoluta que existe en nuestros corazones y que sólo un Bien supremo puede colmarlo. En efecto, sólo puede saciar la felicidad un Bien perfecto, supremo, infinito, y eterno, al que llamamos Dios. Y como la manera de acercarse a ese Bien es la de la caridad, que consiste en el amor de Dios, tanto dirigido a Él y gozarse en Él como dirigido a los demás en Él, entonces se concluye que el fin de la vida está en el amor más perfecto a aquello más perfecto: la caridad o amor a Dios. Tiene sentido afirmar que la vida, como “don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad”, (Suma Teológica, II-IIa, q.64, a. 5, in c.) encuentre su fin último y su culminación en el amor. ¿Hace falta apelar aquí a la experiencia de plenitud al amar y sabernos amados incondicionalmente? De ahí que se pueda manifestar la caridad en poner “habitualmente todo el afecto en Dios; es decir, amarle de tal manera que no se quiera ni se piense nada contrario al amor divino” (Ibid, q. 24, a. 8, in c).
Quien ama y hace todo por amor, está orientando todo lo que hace al fin último, aunque haga cosas pequeñas o insignificantes o de poco relumbrón social. Mientras que el que no tiene amor, aunque gane premios o los mejores sueldos o tenga fama mundial, tendrá una vida poco valiosa, incluso miserable y triste. Por eso tiene sentido que el premio al balance positivo de la vida sea una eternidad en el amor: el cielo.
Hace bien darse un tiempo para examinar la propia vida desde la óptica del amor.
Esther Gómez de Pedro
Dirección de Formación e Identidad