Ayuda para la excelencia
Parece que la excelencia a que aspiramos requiere de la ayuda de Dios para seguir siendo y lograr la plenitud del ser y del obrar, que nos viene al participar en el mismo amor de Dios.
Fue realmente impresionante el testimonio de un medallista paraolímpico, ciego desde los 12 años, al relatarnos con sencillez y profundidad el proceso que recorrió hasta lograr su preciada “medalla de oro”. Acompañado de uno de los guías con los que entrena y corre, este atleta nos contó su rebeldía inicial –contra Dios, contra el mundo, contra sí mismo- su progresiva a aceptación, su entrega al deporte y el constante esfuerzo para dar siempre un poco más. Un fuerte testimonio de superación y de excelencia. Y, con todo, casi lo más impresionante del hecho era que cada palabra y gesto suyos ponían de manifiesto que nunca lo hubiera logrado solo. Nunca… La medalla era de todo el equipo, repetía mientras señalaba a su guía. Él ponía todo de su parte, pero ese esfuerzo se completaba y perfecciona con el de sus guías, sus motivadores y por supuesto con el de Dios, a Quien aludió varias veces. Con Él se había reconciliado tras su rebeldía inicial y le daba las gracias por haberle ayudado y sostenido cada día, sobre todo en el constante esfuerzo de aceptación de su situación y de la superación en el deporte.
De hecho, ¿podríamos hacer el bien, superarnos hasta la excelencia, no sólo profesional sino también moral, sin la ayuda de Aquel que dijo “sin Mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5)? ¿Podría, incluso, alcanzarse una excelencia profesional desligada de la bondad moral? Pero si es así, ¿dónde queda nuestra libertad? ¿A quién habría que atribuir entonces la medalla de oro?
Santo Tomás de Aquino ya se planteó esto en su época. Y la clave de su profunda respuesta remite a la explicación última de nuestro ser. En efecto, si nuestro ser y nuestra existencia no es algo absoluto en sí mismo, sino que, dicho en términos filosóficos, es contingente, entonces necesita de una causa externa que le dé ese ser y le permita vivir. Esto es claro si pienso que no puedo asegurarme un minuto de vida, aunque deba poner todo de mi parte para conservarla. En este sentido más profundo, si existimos y si vivimos es porque Dios, Causa última de todo, nos mantiene en el ser, nos mantiene vivos. Y desde esta explicación es que necesitamos de Dios para existir y para obrar bien. Sí, pero como Dios no nos ha hecho autómatas, sino seres con capacidad de conocer y de elegir libremente, podemos tomar decisiones y actuar –para bien o para mal.
Ahora bien, sin embargo, todos sabemos lo que nos cuesta hacer el bien, sobre todo de forma constante, y tenemos experiencia de que, queriendo obrar bien, a veces obramos mal. La causa es que nuestra naturaleza está herida por algo que nos ha dejado una profunda huella: el pecado original. No pervierte nuestro ser, pero lo ha dejado con una debilidad para el bien que es preciso corregir. Dios, que lo sabe y no deja solos con esto, por amor nos ha conseguido la “gracia” para corregir ese desorden y desequilibro y poder así obrar según lo que es realmente bueno, perfeccionándonos como personas. Supuesto esto, el hombre puede “con sus propias fuerzas naturales realizar algún bien particular, como edificar casas, plantar viñas y otras cosas así, -también correr y correr bien hasta ganar medallas- pero no puede llevar a cabo todo el bien que le es connatural sin incurrir en alguna deficiencia” (Suma Teológica, I-IIa, q.109, a. 2).
Este don gratuito de Dios es no sólo algo habitual –nos mantiene en lo que somos y hacemos y lo corrige- sino también algo extraordinario –como al permitirnos participar de su misma vida divina perfeccionándonos en el amor supremo y hacernos compartir la vida de Dios, elevándonos sobre nosotros mismos –cosa que escapa a nuestras fuerzas. En ambos casos, la obra buena sobrenatural se explica por la acción de la gracia de Dios en nosotros que nos mueve, incluso, a aceptarla libremente, pues “el mismo movimiento del libre albedrío por el que nos preparamos a recibir la gracia como don habitual es, por una parte, un acto producido por el libre albedrío bajo la moción divina… y por otra parte, es un movimiento del libre albedrío que tiene su causa principal en Dios” (Ibid, q.112, a. 2). Manifestación de que no perdemos la libertad al secundar la gracia de Dios es que también podríamos rechazarla. Y, aunque no es la mejor, es una opción.
Parece, pues, que esa excelencia a que aspiramos –en el atletismo, en otra profesión o en la vida normal- requiere de la ayuda de Dios para mantenernos en el ser y lograr además la plenitud del ser y del obrar, que nos viene al participar en el mismo amor de Dios. La medalla olímpica o la obra bien hecha son importantes, pero se perfeccionan de forma absoluta cuando las realizamos con y por Dios y si aceptamos el regalo de vivir como “hijos adoptivos” y herederos de Dios. La consecuencia de esto será, además, algo mucho más grande que cualquier medalla: la vida eterna, la transcendencia por antonomasia.
Esther Gómez
Centro de Estudios Tomistas