Aspirar a las cosas grandes
Dentro de nuestra reflexión sobre la importancia de las virtudes para mejor acercarnos a la felicidad, vimos cómo la virtud de la fortaleza ayuda a superar las dificultades resistiéndolas y acometiendo las obras necesarias para el bien. Respecto al temor, la fortaleza nos hace audaces evitando tanto la temeridad como la timidez, pues, previa reflexión, nos mueve a afrontar los miedos injustificados, pero sin exponernos a los peligros innecesarios o superiores a nuestras fuerzas.
Sin embargo, no terminan aquí los beneficios de la fortaleza, pues a ella se adscriben otras virtudes, como sus partes integrantes. La primera de la que se ocupa Santo Tomás es la magnanimidad, para cuya explicación nos servimos de la exposición realizada por el profesor Klaus Droste (1) .
“En la preparación del ánimo… se pone en juego una virtud, parte integral de la fortaleza, que se llama magnanimidad, la cual anima a aspirar a lo más alto. La magnanimidad se puede desvirtuar por defecto, dando origen a la pusilanimidad, por la que el hombre, viciosamente, se siente incapaz de realizar lo que está a su alcance y lo rechaza, aunque sea proporcionado a sus posibilidades (Suma Teológica, II-II, q.133, a.1, c.). Por otra parte, se encuentra el desequilibrio del ánimo por exceso, que se aprecia cuando se pretende alcanzar más de lo objetivamente posible por la propia capacidad. Esto es la presunción (Ibid, II-II, q.130) También se puede desear conseguir más honor del necesario, en lo que consiste la ambición (Ibid, II-II, q.131).
“La magnanimidad implica una tendencia del ánimo hacia cosas grandes” (Ibid, II-II, q.129, a.1, c.), por lo tanto, el magnánimo se encuentra en tensión hacia lo espléndido. Lo grande puede ser, de modo relativo, el uso óptimo de algo sencillo y pequeño, como llamar grande al pintor que es capaz de realizar una obra magnífica con medios pobres. Pero algo puede ser grande también de modo absoluto, como utilizar algo óptimo de manera perfecta…
La magnanimidad se relaciona con el honor -que es consecuencia de la obra buena que realiza el virtuoso- al imprimir una fuerza que permite no abusar de él, buscarlo en la medida justa y no desalentarse ni entristecerse ante las deshonras inmerecidas pacientemente. El magnánimo es agradecido y se sumerge sólo en las obras más grandes que puede hacer, por sencillas y ocultas que sean. No afirma de sí defectos que no tiene pero tampoco niega cualidades que posee. Es capaz de disimular todo lo espléndido que es ante quienes no son tan grandes como él; y, por consideración a ellos, evita toda adulación e hipocresía. Convive y gusta de la compañía de los grandes y de los pequeños hombres y siempre antepone el bien honesto al bien útil.
Se muestra pronto a hacer el bien, a repartir lo propio y a devolver más. Asimismo, intenta no quejarse. No esconde la verdad, que siempre es más grande para él que la opinión, y por eso no le preocupa ser alabado. Además, en las conversaciones sólo interviene, sin ánimo de discutir, para aclarar los temas relevantes. Los bienes exteriores… únicamente le parecen útiles para hacer el bien, de ahí que “ni se enorgullece mucho si los tiene, ni se abate mucho si los pierde” (II-II, q.129, a.7 ad.3). Se expone con prontitud a los peligros por las causas grandes y nobles, pero no sufre inquietudes innecesarias, porque confía en lo que debe confiar.
Este hábito hace tender a las obras perfectas de virtud. Todo esto quiere decir que vive una vida intensamente humana, teniendo como horizonte de sus actos el bien de la persona y su felicidad.
Sin embargo, tal como la magnanimidad implica una justa aplicación de la razón en relación al honor y la grandeza, existe también un desorden posible del ánimo por exceso en la búsqueda de las alabanzas, llamado vanagloria o vanidad…
El vanidoso, en su mayor parte, pone como fin de su vida el ser conocido y admirado por otros. Esto genera caos para la adecuada conducción de la vida personal. Debido a este defecto, el hombre se vuelve presuntuoso, excesivamente confiado y se predispone poco a poco a perder los bienes interiores.
La vanidad pone a su servicio unos desórdenes en vistas a conseguir la manifestación y reconocimiento de la propia excelencia. A ella se puede tender de modo directo o indirecto.
De modo directo, la excelencia propia se manifiesta con las palabras, como cuando se habla de los méritos personales sin que nadie pregunte, haciendo alarde expresa o sutilmente de la grandeza que se posee, lo cual da lugar a la jactancia. Ésta impulsa a hablar demasiado de sí mismo e incluso a inventar relatos falsos con tal de ser alabado, lo cual es hipocresía. Indirectamente, se tiende a la vanidad, en primer lugar, por el uso de la inteligencia, en la medida en que un hombre no quiere parecer inferior a otro. Esto impide a la persona apreciar las opiniones de aquéllos que son mejores y se aferra a las propias, lo cual se llama pertinacia o porfía. Además, no desea ceder a la voluntad de otros para no pasar por inferior, dando paso entonces a la discordia.
La vanidad es un obstáculo para la amistad, porque “hace jirones la caridad” y es un verdadero incendio en el interior del hombre que destruye todo bien posible. Por vanidad se pueden hacer obras de bien, pero que están viciadas en su raíz”.
Así pues, la magnanimidad que nos hace tender a las cosas elevadas por sí mismas nos puede llevar a superar muchas limitaciones e incapacidades imaginarias, y, por otro lado, también a realizar con grandeza y perfección –de manera grande- las tareas minúsculas y aparentemente menos importantes. Nos hace elevar la mirada a horizontes más dilatados, a salir de nuestro mundo, a aspirar a altas metas.
María Esther Gómez de Pedro – Klaus Droste
Coordinación Nacional de Formación Personal
1.- Klaus Droste, psicólogo y filósofo, gran conocedor de la doctrina tomista, autor de la Propositio resumen sobre la doctrina de la soberbia en Sto. Tomás, publicado en http://www.e-aquinas.net/epoca2/de-la-soberbia/disputatio/ de donde se extracta lo siguiente.