formación e identidad

Amor a la verdad

Amor que se traduce en estudiarla, superando ignorancias y prejuicios, y disponerse humildemente a ser ayudado, e incluso, corregido.

Hay un adagio latino que dice “Soy amigo de Platón, pero lo soy más de la verdad” que nos centra en nuestro tema. Pero ¿qué quiere decir? Que la verdad tiene un valor tan grande que ni siquiera puede subordinarse – venderse – a la amistad. Y además, que la amistad debe mantenerse en la verdad y que, por eso, una amistad sin verdad dejaría de serlo, al faltarle su auténtico fundamento. Obvio, si la verdad es esa adecuación de la inteligencia y la realidad que es causa del auténtico conocimiento, cualquier fenómeno humano, incluida la amistad, que no se base en un conocimiento real sino falso, entonces tarde o temprano terminará cayendo por su propio peso.

El amor viene a ser el motor de la conducta humana, pues siempre obramos por amor a un bien que buscamos tener; además, el amor brota de una cierta connaturalidad o sintonía con el bien conocido, que nos mueve a buscarlo y desearlo para, una vez poseído, descansar y gozarnos en él. Mientras que la reacción natural ante lo que conocemos abiertamente como malo es huir. Responde esto al dinamismo de los movimientos afectivos.

Pues bien, ¿es la verdad un “bien”, o sea algo capaz de suscitar este movimiento? Veamos varios argumentos. Nuestra experiencia cotidiana nos habla del deseo de saber, de conocer la realidad no sólo para responder y acoplarnos mejor a sus exigencias, sino por el conocimiento en sí mismo. ¿No es ese el móvil de toda ciencia que investiga sobre las causas y explicaciones más profundas de los diversos campos de conocimiento? De ahí que el estudio y la investigación, tan propios del mundo de la educación superior y especialmente en la Universidad, sean sólo una manifestación del amor a la verdad. Aristóteles afirmaba que “Todos los hombres desean por naturaleza saber”. Este argumento encuentra apoyo al reconocer que la verdad es el objeto de la inteligencia. Efectivamente, ésta existe para la verdad, es decir, que su sentido y su perfección le vienen del acceso racional a la verdad. Y así, Santo Tomás de Aquino lo sentencia al analizar cómo, siendo el universo creado por una Inteligencia superior, y siendo la verdad el bien de la inteligencia, la verdad será también el fin último del universo, de ahí que sea razonable concluir que “la sabiduría tenga como deber principal su estudio” (Contra Gentes I, I).

El amor a la verdad se manifestará en la superación de la ignorancia, y, lo que es peor, de la comodidad del vivir en la ignorancia –por cierto, ¿puede haber amor a la ignorancia o al error? Además, se manifiesta en la superación de los prejuicios, que nos impiden estar abiertos a las cosas tal como son al aferrarnos a un juicio previo, del que creemos estar absolutamente ciertos, sólo porque es nuestro. Sólo el que realmente ama la verdad puede ser realmente abierto y tolerante, pues está abierto a recibirla “venga de donde venga”, incluso de aquel a quien no soporta o que le hace abiertamente la guerra. La tolerancia del escéptico o el relativista no es más que indiferencia ante algo que no pueden amar porque han decidido previamente que no vale la pena buscarlo.

Por eso, el amor a la verdad es condición para cualquier otro amor: no se puede amar lo que no se conoce, y el que ama quiere profundizar siempre más en la verdad de su amado. Amar la verdad hace posible amar de verdad.

Consecuencia de este amor es la virtud de la veracidad. Implica, por un lado, decir siempre la verdad –siguiendo el principio moral universal que nos manda interiormente hacer el bien y evitar el mal-, aunque a veces no caiga bien, o no sea políticamente correcto –pues la verdad, como consecuencia de su raigambre en la realidad de las cosas, no depende de la mayoría ni puede ser consensuada, la verdad es la verdad. El que es veraz huye de la mentira que “es por sí mala”, pues, siendo la misión de las palabras ser signo natural de las ideas, es “antinatural e indebido significar con palabras lo que no se piensa” (Suma Teológica, II-IIae, q. 110, in c.). Implica, además ser fiel a la palabra dada y a la misma verdad, sin traicionarla con nuestros cambios arbitrarios. Las consecuencias de una vida conforme a la verdad son evidentes, pues se crea al veraz y nos fiamos de él, lo cual genera ese ambiente de confianza necesario para una sana convivencia. “Por el hecho de ser animal social, un hombre a otro naturalmente le debe todo aquello sin lo cual la conservación de la sociedad sería imposible. Ahora bien: la convivencia humana no sería posible si los unos no se fían de los otros como de personas que en su trato mutuo dicen la verdad” (Ibid, II-IIae, q. 109, a. 3, ad 1).

El que ama la verdad quiere ayudar a salir a los que viven en la falsedad o el error y por eso les corrige. Desde esta actitud, la corrección cobra un cariz positivo: como ayuda en el camino de la madurez personal.

Así, pues, amar la verdad no sólo implica estudiarla superando ignorancias y prejuicios, sino también contar con la disposición humilde del que puede ser ayudado, e incluso, corregido, en el camino hacia la verdad.

Esther Gómez/ Gonzalo Letelier
Centro de Estudios Tomistas