Amor a la Verdad. La familia, según el orden del amor
Amor que se traduce en estudiarla, superando ignorancias y prejuicios, y disponerse humildemente a ser ayudado, e incluso, corregido.
Carta de los Derechos de la Familia, documento emitido por la Sede Apostólica, cumplirá su 30º aniversario este año.
Si no nos podemos explicar la vida como exclusivo fruto del logro y voluntad personales, sino que siempre descubrimos a personas que han contribuido y colaborado no sólo para que existiéramos sino para tener esta u otra vida, es cierto que tampoco nos proyectamos ahora ni en el futuro de forma aislada. Mi ser no se explica sin la intervención de mi padres y, en última instancia, del Creador –sólo él puede crear de la nada mi alma espiritual, que es, por eso, absolutamente única y singular. En efecto, es un hecho que los demás son fundamentales en nuestra vida, de alguna forma los necesitamos. Pero también es verdad que tal necesidad no explica ni agota del todo nuestras relaciones con los demás, en cuyo caso correríamos el riesgo de vivir con los demás sólo por el interés de la sobrevivencia.
Esto es el reflejo de una verdad muy profunda del ser humano, y es que precisamente por nuestra dignidad de personas las relaciones, aun necesarias, con los demás, no pueden reducirse a un mero intercambio instrumental de mercancías o servicios. No somos un homo economicus sino personas hechas para trascenderse a sí mismas en la comunión interpersonal. Por eso, la manera en que esas relaciones responde mejor al valor de la persona con toda su dignidad es la de gratuidad y del amor desinteresado.
No es fácil amar y ser amados desinteresadamente, por eso tendemos a hacer valer ante los demás nuestros méritos personales para ser valorados positivamente. Pero esto último hace consistir nuestro valor en algo que podemos lograr o que podemos perder –un puesto, el dinero, un título. De nuevo existe un riesgo, esta vez el de la apariencia y el engaño, que tampoco deja lugar a la gratuidad. Por las características que buscamos tal relación parece responder a lo que Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, denomina verdadera amistad o amistad entre los buenos. En efecto, se la puede identificar a través de cinco condiciones que seta amistad cumple: cada amigo quiere que su amigo exista, quiere además su bien y lo procura con hechos concretos, convive con él en armonía y paz, y se de unión de sentimientos hasta el punto de alegrarse o entristecerse cuando el amigo se alegra o entristece (Suma Teológica, II-IIa, q. 25, a. 7, in c).
Y sin embargo, si ésta es la manera en que crecemos más plenamente como personas debe existir una instancia natural que la favorezca. ¿Y cuál es el lugar natural en que podemos amar y ser amados por los demás no por los beneficios que aportemos o por las necesidades que se satisfacen sino por lo que somos? ¿Cuál es el lugar que más puede favorecer la verdadera amistad por la que se quiere al amigo como un bien y se quiere su bien por sí mismo?
Por eso, el amor a la verdad es condición para cualquier otro amor: no se puede amar lo que no se conoce, y el que ama quiere profundizar siempre más en la verdad de su amado. Amar la verdad hace posible amar de verdad.
El que ama la verdad quiere ayudar a salir a los que viven en la falsedad o el error y por eso les corrige. Desde esta actitud, la corrección cobra un cariz positivo: como ayuda en el camino de la madurez personal.
Así, pues, amar la verdad no sólo implica estudiarla superando ignorancias y prejuicios, sino también contar con la disposición humilde del que puede ser ayudado, e incluso, corregido, en el camino hacia la verdad.
Esther Gómez/ Gonzalo Letelier
Centro de Estudios Tomistas