Alegrías y tristezas
En esta vida pasamos por alegrías y tristezas, pero la puerta abierta de la eternidad es la razón de esperanza cierta y alegría perfecta, las que sólo Dios puede dar.
Se dice en España que uno está como unas pascuas o como unas castañuelas cuando está muy feliz o alegre. Estamos alegres al recibir una buena noticia o disfrutar de algo bueno para nosotros. Por otro lado, pascuas proviene de la Pascua, que se asocia a la alegría por la Resurrección de Cristo, que implica el paso o pascua de la muerte a la vida, del pecado a la salvación, que es el mayor bien que podemos recibir, dada nuestra condición de seres mortales y débiles. La primera Pascua fue el paso o pascua desde la esclavitud a la libertad que vivió el pueblo de Israel, tras su paso por Egipto. Era prefiguración de la pascua definitiva, la que vivió el Hijo de Dios a través de su paso por la muerte hacia la vida definitiva de la Resurrección, que hemos celebrado recientemente en Semana Santa y en este tiempo pascual. Ese paso tuvo consecuencias para todos nosotros, pues al ser simultáneamente verdadero Hijo de Dios y verdadero hijo del hombre, solidariamente nos consiguió para todos lo que Él logró: la victoria sobre el pecado y sobre una de sus consecuencias más dolorosas: la muerte.
Esta certeza es lo que los católicos asumimos en el momento del Bautismo, renovamos en la confirmación y rezamos en el Credo cada domingo. Pues bien, esto Santo Tomás de Aquino lo explica apelando a la unión del cuerpo humano de Cristo con su divinidad, como verdadera casusa de su Resurrección y de nuestra salvación: “por ser la muerte una privación de la propia vida, el efecto de la muerte de Cristo se considera en orden a quitar aquellas cosas que son contrarias a nuestra salud, y que son la muerte del alma y la muerte del cuerpo. Y por esto se dice que la muerte de Cristo destruyó en nosotros la muerte del alma, causada por el pecado” (Suma Teológica, III, q. 50, a. 6, in c). En efecto, Su muerte destruyó la nuestra, pues “Cristo con su sola muerte, a saber, la corporal, que fue luz por su bondad, destruyó nuestras dos muertes, esto es, la del cuerpo y la del alma, que son tenebrosas por causa del pecado” (Ibid, q. 53, a. 2, in c). Según esta mirada, la verdadera vida es aquella que nunca acaba porque ya no existe la necesidad de morir, cosa que Cristo consiguió el primero con su Resurrección.
Es cierto que la última palabra la tuvo la victoria y el triunfo de la vida sobre la muerte, pero no se llegó a esto más que pasando por la entrega, el sufrimiento y el dolor, el abandono y la traición, el desagarro, la angustia y finalmente la muerte, una muerte humillante. No hay victoria sin lucha, no hay triunfo final sin desagarro, no hay vida eterna sin muerte.
¿Y no es nuestra vida temporal un alternar de alegrías y tristezas, subidas y bajadas, mientras caminamos buscando la meta final? De ahí que la imagen de la peregrinación haya sido tan usada como ilustración de la vida humana: lo que somos es algo muy valioso en sí mismo, pero a la vez está sujeto a cambios y afectado por vivencias que configuran nuestra historia en el tiempo, historia que busca proyectarse para siempre y no morir nunca. La muerte es la puerta o paso del tiempo a la eternidad, y ya Uno, Cristo, al traspasarla como Dios, la ha dejado abierta para siempre. Por eso, a pesar de que seguiremos pasando por alegrías y tristezas en esta vida, la puerta abierta de la eternidad se ha convertido en la razón de nuestra esperanza cierta y alegría perfecta, las que sólo Dios puede dar.
Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad