Acertar en la prudencia: sus partes
En nuestras últimas cápsulas pudimos apreciar la relación entre la práctica de las virtudes y la consecución de la felicidad, hasta tal punto que llegamos a afirmar que hay que “ser buenos para ser felices”.
Y en concreto vimos cómo, una vez orientados al fin de la felicidad, uno también debe elegir “directamente los medios para el fin, cosa que se hace mediante la prudencia, que aconseja, juzga y preceptúa los medios ordenados al fin” (q. 65, a. 1). De esta manera, esta virtud intelectual, pero orientada a la práctica, ocupa un lugar privilegiado dentro del orden de las virtudes, al hacer posible el juicio recto y el imperio real – la ejecución de lo elegido.
Con vistas a encontrar el medio adecuado es fundamental contar con los datos necesarios, así como poseer ciertas actitudes personales imprescindibles para ello. De esta manera, ordena Sto. Tomás las virtudes que forman parte de la prudencia para ser llevada a cabo, según estén orientadas al conocimiento de los medios y de todo lo relacionado con ellos (el juicio), o según tengan que ver con la manera de aplicar el conocimiento a la obra (el imperio).
“En el conocimiento hay que considerar tres momentos”: su contenido, la forma de adquirirlo y el uso que de él se hace. Respecto al conocimiento en sí mismo, éste puede ser “cosas pasadas”, que “da lugar a la memoria”, o de “cosas presentes, sean contingentes, sean necesarias, se le llama inteligencia”. Tanto recordar para aprender de lo pasado como conocer a cabalidad la situación actual presente, son necesarios para tomar prudentes decisiones. Tal conocimiento podemos adquirirlo por nosotros mismos o a través de otras personas que nos lo transmiten, y así, encontramos la virtud de la sagacidad o propia invención y la de la docilidad para preguntar a otros más sabios o prudentes y disponer “bien al sujeto para recibir la instrucción de otros” (q. 49, a. 3). A su vez, eso conocido nos permite deducir otras cosas siempre que se razone bien. (Ver II-IIa, q. 48, a. 1).
La determinación del juicio y del imperio necesita además de otras tres virtudes: la previsión, la circunspección y la precaución. Por la primera se ordenan las cosas presentes al fin futuro que, de alguna manera, se adelanta o se prevé en la intención; “tener en cuenta los distintos aspectos de la situación… incumbe a la circunspección”; y en último lugar hay que ser precavidos para saber distinguir lo bueno de lo malo, lo conveniente de lo inconveniente y así “evitar los obstáculos” para no exponerse inútilmente (idem).
Vemos hasta aquí cuántos conocimientos y virtudes hay que poner en juego para hacer una buena y prudente elección. De esta manera, es de crucial importancia conocer bien la realidad del hecho o de la persona en cuestión, así como las circunstancias que las rodean, sean éstas pasadas o presentes, para no equivocarse. Por lo mismo, se precisa razonar bien –evitando lo que pueda influir nuestro razonamiento- y tener la disposición a averiguar lo que no sabemos, antes de tomar precipitadamente una decisión. La persona prudente no es ni precipitada ni indecisa, es capaz de prever para atender a las consecuencias y tiene la entereza de negarse ante lo abiertamente malo o improcedente.
En lenguaje coloquial podría decirse que el prudente es una persona “ubicada” que acierta en lo que debe o no debe hacer (y esto en función del bien y la verdad), en lo que debe o no debe decir, siempre atento al momento y a la situación. Difícil de lograr, sí, pero no imposible.
Por eso, tal como decíamos, el hombre prudente es feliz, porque elige los medios adecuados y además disfruta del bien realizado.
María Esther Gómez de Pedro
Coordinación Nacional de Formación Personal