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La fe, ¿pública o privada?

La vida es un continuum, por eso la fe debe impregnar cada apartado, por pequeño que sea.

 

En general está bastante extendida la opinión de que la fe religiosa es algo tan privado que no ha de tener manifestaciones externas ni menos aún ser propuesta. Incluso para algunos es de mal gusto tocar temas relacionados con ella. Pareciera que existe un muro infranqueable entre la vida pública y la privada, que permitiera llevar dos vidas distintas, una en la intimidad y otra en lo social. Los argumentos suelen ser que por ser la fe algo asumido personalmente, no puede ser impuesta a otros, cosa cierta, por cierto, o que manifestar la fe podría ser interpretada por otros como una imposición de posturas personales, o que ésta consiste sólo en algo teórico que no tiene por qué impregnar las dimensiones vitales y concretas de la persona ni quitarle su libertad. Eso lleva como consecuencia la dificultad de distinguir creyentes de no creyentes y que, además, la fe sea vivida superficialmente y no como lo que está llamada a ser: transformadora de la vida entera.

Ante esto es lícito que nos planteemos si debiera ser realmente así, es decir, si son verdaderos todos los postulados que arriba se explicitaron. Para ello examinaremos lo que dice al respecto Santo Tomás de Aquino acerca de la fe y de la vida personal.

La fe, desde la perspectiva católica, es una virtud teologal sobrenatural por la que, movidos por la gracia, asumimos como verdadero lo que Dios revela a los hombres en su Hijo Jesús. Implica, por ello, una decisión personal por la que la verdad salvadora es acogida e integrada en la vida. Para empezar, se integra en la dimensión racional al asumir las verdades evangélicas como criterios de verdad; en la volitiva aplicando los anteriores criterios a nuestros actos libres y decisiones de manera de querer lo que sea conforme a la verdad cristiana y, por supuesto, en los afectos, amando según los valores evangélicos, que son los más plenamente humanos. Siendo esto así, parece obvio que ha traducirse en la vida concreta de cada persona, que, por otro lado, se extiende como un continuum entre lo privado y lo público, sin dicotomías esquizofrénicas. Por ejemplo: la verdad cristiana de que Dios Creador es Padre de todos los hombres, debiera plasmarse en una actitud que valora adecuada a cada uno de cuantos nos rodean, no sólo a los influyentes o los que nos caen bien, y en acciones concretas de tal valoración; también en la capacidad de perdonarles, igual que somos perdonados por Dios. De la misma manera, la fe en la vida eterna también debiera notarse en la manera de afrontar la vida cotidiana, empleándonos en hacerla más bella y humana, pero sin apegarnos a los medios que nos proporciona precisamente porque no es definitiva. Valorando más por cierto, lo que tenga repercusiones para la eternidad, y afrontando la muerte de los seres queridos con esperanza. Y por supuesto, en dar la primacía a Dios, Causa y Origen de todo, reconociéndolo como tal siempre y en toda circunstancia. Si realmente Dios es Dios, nuestra respuesta ha de ser radical, como la Suya.

Al respecto indica Santo Tomás que a la fe le es constitutivo confesarla externamente: la “palabra externa está destinada a significar lo que concibe la mente. Por lo tanto, como el concepto interior de la fe es acto suyo propio, lo es también la confesión externa” (Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 1, in c). Por lo mismo dice que la fe hay que manifestarla siempre que su omisión impida “el honor debido a Dios o la utilidad que se debe prestar al prójimo; por ejemplo, si uno, interrogado sobre su fe, callase y de ello se dedujera o que no tiene fe o que no es verdadera; o que otros, por su silencio, se alejaran de ella” (Ibid, a. 2, in c).

En consecuencia: la vida es un continuum, por eso la fe libremente asumida debe impregnar cada uno de sus apartados, por pequeño que sea.

 

Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad