Kali

Mi nombre es Kali, actualmente tengo 30 años y vivo en África, me desempeño como doctora en un voluntariado en Sierra Leona. Nací en Gorbea, Chile, tuve una infancia muy feliz. Fui criada por mi madre Alicia, una mujer cariñosa, hermosa y muy inteligente; y por mi padre Vicente, el “Vicho” como yo le decía. Él era un hombre extraordinario, de una sabiduría, humor y sencillez única. Vivíamos en una casa modesta, de madera, pero muy acogedora, calentita y de muchos colores, donde el olor habitual y favorito era el del pan amasado. Amaba esa casa.

Desde los 5 años el Vicho me empezó a mostrar y enseñar cosas de la vida. “Actos sencillos que cambiarán el mundo”, me decía. Lo primero que aprendí fue a mirar a los ojos a la gente. “Al mirar a las personas a los ojos, Kali, ellos sabrán que toda tu atención está en ellos”. Como en ese tiempo tenía 5 años, persona que pasaba frente a mí yo la miraba fijamente. Hice llorar a muchos niños y los adultos siempre me decían: “¡Qué ojos más grandes!”.

Por largos dos años no quise jugar con el Vicho, pero un día caminado por los cerros recolectando leña le dije: “Vicho, ¿me puedes enseñar otra cosa?”. “Cada vez que veas a alguien llorar Kali, abrázala, así esa persona sabrá que no está sola”. Ya con siete años había aprendido la lección, así que lo primero que hice fue practicar, y lo hice con perros; fui mordida en mis brazos y piernas, me tuvieron que poner cuatro vacunas contra la rabia y pasé siete días hospitalizada; cuando llegué al hospital no paraba de llorar.

El día de mi licenciatura, el Vicho me fue a dejar al colegio. Se notaba algo emocionado en el camino, así que me dijo: “Estás tan grande, ya vas a cumplir 15 años. ¿Te acuerdas cuando eras chiquitita y jugábamos a enseñarte cosas?”. “Obvio Vicho, siempre terminé en el hospital (ambos reímos). Oye, ¿por qué no me enseñas algo más? Ahora que ha pasado tiempo, me gustaría saber otra cosa”. “Cada vez que te despidas de alguien que no verás en mucho tiempo, dale un beso en la frente, así esa persona sabrá que volverá a verte”. Como era el día de mi licenciatura y debía cambiarme al Liceo, obvio, besé a todos mis compañeros en la frente. Tres me dijeron que siempre me habían amado, veinte se limpiaron la frente con cara de asco y cuatro amigas no me hablaron más porque había besado a sus pololos. Fue un fiasco.

Ya con 18 años, me tocó la difícil decisión de irme de Gorbea a Santiago. Llegaba la época universitaria y tanto el Vicho como mami Alicia querían que estudiara Medicina en Santiago. Luego de una llorada despedida y antes de subir al bus me quedé mirando con el Vicho; él emocionado se acercó y me susurró en el oído: “Última enseñanza, da siempre las gracias”.

El Vicho falleció cuando yo tenía veinticinco años; lo único que recuerdo de ese día es que llovía mucho.

Años más tarde, un día en el campamento de Sierra Leona veo a lo lejos que se acerca un anciano hasta donde estoy y me habla: “Hola, ¿me puedo sentar en esta piedra? La he observado y usted trata a los niños diferente. Cuando les habla o ellos le hablan, usted los mira a los ojos. También la he visto abrazarlos cuando lloran, y besarlos en la frente cuando se despiden. ¿Por qué hace eso?”

“Alguna vez mi padre me lo enseñó. Pero no lo había vuelto hacer. De hecho, cuando niña tuve malas experiencias… (me detengo y suspiro)”. “Pero no lo hace a la fuerza como cuando era pequeña, hoy lo hace con amor y por eso hoy usted es feliz”. Mientras caía una lágrima por mi mejilla, miré al hombre, sonreí y le dije algo que nunca había dicho: “¡Gracias!”.

 

Enio Rola

Estudiante de Derecho en la Universidad Santo Tomás, sede Temuco, Chile.

Primer lugar, concurso “Cuentos Breves: Memorias de Excelencia y Esfuerzo”, Tema Sello 2018, “Martin Luther King: tu esfuerzo impulsado por tus sueños”. Texto extractado de la versión original.