La comunicación en el respeto y la inclusión como fundamento de la convivencia democrática: una reflexión necesaria

En un tiempo donde las redes sociales amplifican la confrontación y la desconfianza parece haber sustituido al diálogo, recuperar el valor de la palabra como medio de entendimiento se vuelve una tarea urgente. La convivencia humana y la vida democrática dependen, en gran medida del modo en que usamos el lenguaje para coordinar nuestras acciones sociales.

La convivencia entre las personas se ha convertido en uno de los mayores desafíos culturales de nuestros tiempos. Si los valores morales funcionan como referentes de nuestro actuar, entonces el respeto y la inclusión son claves que permiten la cooperación y la organización social. Surge así una pregunta inevitable, ¿Cómo logramos esta coordinación en una sociedad tan diversa y conflictiva?

La respuesta está en la comunicación respetuosa e inclusiva. El lenguaje no solo sirve para describir el mundo, sino también para construirlo junto a otros. La capacidad humana de “entenderse con alguien sobre algo” constituye la base de toda convivencia democrática. No hay cooperación sin diálogo, ni entendimiento sin reconocimiento mutuo.

El lenguaje cotidiano opera en tres planos distintos, cada uno con sus propias reglas de validez.

El primero es el mundo objetivo, donde los enunciados son verdaderos o falsos según correspondan o no a los hechos. Cuando alguien afirma “la capital de Chile es Santiago”, esa declaración puede verificarse empíricamente. No obstante, el lenguaje no se agota en la mera descripción de hechos.

El segundo es el mundo intersubjetivo, donde entran en juego los valores y las normas sociales. Enunciados como “las personas tienen dignidad” no pueden comprobarse con la empíricamente, pues no es un hecho observable en sí mismo. No obstante, este tipo de enunciados expresan convicciones morales que orientan la vida colectiva. Aquí la validez se mide no en términos de verdad o falsedad, sino de corrección o incorrección conforme a la norma moral compartida culturalmente.

Finalmente, está el mundo subjetivo, el de las emociones y vivencias personales. Si alguien dice “siento miedo y desconfianza de ti”, no expresa una verdad verificable ni una norma moral universal, sino una experiencia íntima cuya validez depende de la sinceridad del hablante.

A partir de esta distinción, se propone una idea central: el diálogo es el espacio donde se ponen a prueba las pretensiones de verdad, corrección y sinceridad. Hablar con otros implica ofrecer razones que pueden ser aceptadas o rechazadas, lo que exige apertura, respeto y disposición a escuchar. En ese ejercicio cotidiano se construye una ética del entendimiento, una ciudadanía capaz de cooperar más allá de las diferencias.

La democracia, desde esta perspectiva, no se reduce al “voto agregativo” sin más, sino que se fundamenta en la práctica comunicativa entre ciudadanos libres e iguales. Su fortaleza depende de la calidad del diálogo público y privado, de la voluntad de razonar juntos en lugar de imponerse unos sobre otros.

Solo una sociedad que cultive el diálogo puede reconstruir su democracia. En tiempos de crispación política y fragmentación social, la palabra vuelve a ser una herramienta de encuentro y no de confrontación. Hablar y escuchar con buena fe, dar y recibir razones, no son gestos menores sino el fundamento mismo de la convivencia.

Reaprender a dialogar es, al mismo tiempo, reaprender a convivir. Y en esta tarea, el lenguaje -esa capacidad tan humana de “entendernos con alguien sobre algo”- se revela no sólo como un medio de comunicación, sino como el corazón vivo de la democracia.

Dr. Pedro Mayorga Cordero

Director de Formación e Identidad, Sede Viña del Mar.