¿Para qué educar?

A quienes trabajamos en instituciones de educación, ya sean estas preescolares, escolares o superiores, se nos muestra permanentemente que nuestra meta y horizonte final debe ser la formación de nuestros alumnos o estudiantes. Y muchas veces no somos capaces de llenar de contenido dicha frase, pues las definiciones de formación (así como las de de-formación) son variadas, e incluso muchas veces opuestas.

Por ello me he preguntado, ¿qué es realmente educar? ¿cuál es el rol de los padres y de los profesores en la educación? En efecto, para quienes hemos vivido de cerca el proceso escolar de los niños, nos damos cuenta de que se tiende a adscribir responsabilidad de los errores en la formación a otro actor, sin detenernos a pensar en el rol que a cada uno le compete en el proceso educativo, y probablemente sin notar la gran importancia que esto tiene para todos. Es común encontrarse con padres que proyectan en el profesor la adquisición de conocimientos de sus hijos, y con profesores que proyectan en los padres la adquisición de buenas costumbres. Así, la búsqueda permanente de una “educación de calidad” pareciera ser una tarea inalcanzable, no sólo por las dificultades en el proceso, sino por la mala comprensión del tema de fondo.

Para intentar aclarar este tema, me remito a una definición de educación que me parece de todo sentido y que, según explicaré más adelante, ayuda a comprender el verdadero fondo de este proceso. Tomás de Aquino fue un gran educador, reconocido tanto por los docentes como por los estudiantes de su época. Él define la educación como “la conducción y promoción hasta el estado perfecto de hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (Sentencias IV, dist.26, q.1, a.1.). Como vemos, el objetivo de la virtud es el perfeccionamiento de la persona, es decir, ayudar a que este niño o joven desarrolle lo mejor posible todas sus capacidades, intelectuales y morales, con el fin de que sea un hombre virtuoso. ¿Y por qué nos debe interesar que nuestros hijos o estudiantes sean virtuosos? No únicamente, ni principalmente para que “les vaya bien en la vida”, sino especialmente por el fin que es el objetivo propio del hombre y la virtud: la felicidad.

Así, del amor de benevolencia (buscar el bien gratuito del otro), cuyo lugar especial se encuentra en la familia, surge este deseo de la felicidad de nuestros hijos. Este amor especialísimo no busca el éxito ni la fama del otro, sino que sea capaz de ser una buena persona, una persona generosa, humilde, paciente, caritativa, valiente, sabia, u otras virtudes; porque una persona con esas características es una persona propiamente humana, es decir, que se acerca más a la propia felicidad. En este contexto, el rol de la institución de educación debe ser el de apoyar este proceso, con el mismo objetivo: el desarrollo de las virtudes intelectuales y morales del estudiante, para que finalmente alcance su fin propio. Así, a modo de consejo, nuestro santo patrono nos recuerda que “es preciso que el que tiende a la virtud sea como llevado firmemente de la mano desde joven, para que goce y se entristezca en lo que corresponde. La recta educación del joven consiste en que se acostumbre a deleitarse en las buenas obras y a entristecerse en las malas. Por eso los que educan a los jóvenes los aplauden cuando obran bien y los reprenden cuando obran mal” (Comentario a la Ética a Nicómaco, II, lección III, 166).

Finalmente, este proceso formativo, es también algo que debe interesar a toda la sociedad en su conjunto. Esto porque la formación de personas virtuosas deriva en la conformación de una sociedad compuesta por ciudadanos buenos y felices, que más allá de las normas estrictas, se han habituado a hacer el bien porque se alegran y les agrada lo bueno, y rechazan lo malo. Esta es una sociedad propiamente humana. He ahí la importancia del rol del educador.

Maite Cereceda,

Sub Directora Nacional de Formación e Identidad