La confianza del que sabe esperar

La confianza humana perfeccionada con la esperanza en el “auxilio divino”

 

¿Quién no ansía metas y logros buenos para sí y los que ama? Y esa misma aspiración genera la fuerza interior y la motivación para ello. En efecto, todo lo grande y bueno exige de nosotros no sólo esforzarnos para lograrlo sino también desearlo y esperarlo. Por eso, como consecuencia, cuanto más elevado sea, más ha de elevarse nuestro ánimo y mayor ha de ser el deseo que nos motive a ello y la esperanza de conseguirlo. Aspirar a superar la pandemia, por poner un ejemplo que a todos nos afecta, o al cese de los conflictos violentos, implica empeñarse en poner todos los medios humanamente posibles para ello, confiar en quienes así lo hacen y, como consecuencia, esperar que se conseguirá. La esperanza depende por lo tanto de cuál sea la aspiración que nos motiva, y de la confianza que nos otorgan los medios a nuestro alcance, o las personas que intervienen para lograrlo. De esta forma, entran aquí en juego la esperanza, la confianza y esa disposición interior positiva que en filosofía se llama virtud de la magnanimidad. Su importancia para nuestra vida es tan significativa, que merecen les dediquemos unos minutos de reflexión.

Ese ánimo grande por el que aspiramos a altas metas, a lo mejor, a la excelencia, por la que solemos honrar a las personas, es la magnanimidad. Su contrario es la pusilanimidad, que nos encierra en pequeñeces sin importancia, impidiendo tener un corazón grande y generoso. El magnánimo o de alma elevada tiene grandes esperanzas porque confía no sólo en sí mismo sino también en los demás para ello, pues “nadie se salva solo”, como hemos escuchado tanto. Confiar, por otro lado, es tener fe y fiarse de algo alguien que sabemos no va a defraudarnos o va a cumplir su palabra o su promesa. Y eso refuerza la esperanza. Pero si somos defraudados por las cosas o personas en quienes nos fiamos, entonces decae la confianza y dejamos de esperar.

“La palabra confianza, al parecer, tiene la misma raíz que fe. Y es propio de la fe creer algo y en alguien. La confianza es parte de la esperanza. Por eso la palabra confianza parece significar principalmente el que uno conciba esperanza porque da crédito a las palabras de otro que le promete ayuda. Pero como a la fe se la llama también opinión vehemente, y a veces sucede que tenemos opinión vehemente no sólo porque alguien nos lo dice, sino también por lo que vemos en él, se sigue que puede llamarse también confianza aquella por la cual se concibe esperanza por la consideración de algo: unas veces en sí mismo, por ejemplo cuando uno, al sentirse sano, confía vivir largo tiempo; a veces en otro, como cuando uno, al reconocer que tiene un amigo poderoso, tiene la confianza de que le va a ayudar.” Y dado que “la magnanimidad se refiere propiamente a la esperanza de algo arduo”, y “la confianza implica cierta firmeza en la esperanza que proviene de una consideración que produce una opinión vehemente acerca del bien que se ha de alcanzar”, entonces “la confianza es parte de la magnanimidad” (Suma teológica, II-II, q. 129, a. 6).

La pregunta lógica que nos planteamos a continuación es ¿en quién confiar? A esto Santo Tomás afirma que: “todo hombre necesita, en primer lugar, del auxilio divino, y después también del auxilio humano, porque el hombre es por naturaleza un animal social, que no se basta él solo para vivir. Así, pues, en cuanto necesita de los otros, es propio del magnánimo tener confianza en ellos, ya que indica una cierta excelencia el tener a su disposición a los que puedan ayudarle. Pero en cuanto él mismo es poderoso, en tanto la confianza en sí mismo es parte de la magnanimidad” (Ibid, ad. 1).

Hay que esperar en las fuerzas y logros humanos, pero esa confianza necesita ser perfeccionada con la esperanza en el “auxilio divino” que, como el niño en brazos de su padre, hace posible lo que no podemos solos y que, sin embargo, anhelamos en lo más profundo de nuestro corazón.

Esther Gómez,
Dirección de Formación e Identidad, UST