El profundo sentido de la educación

Hay desafíos que han acompañado toda la historia de la humanidad. Uno de ellos es la educación, que el 24 de enero celebra su “Día Internacional”. Dejando aparte lo relativo a políticas públicas o decisiones estructurales, quiero llegar al sentido más profundo -y siempre actual- de la educación.

Hablar de educación es asumir la necesidad de conseguir algo, llegar a la madurez o a la plenitud en sus diversas dimensiones personales. Esto exige además contar con una disposición a aprender, que pueda ser potenciada. Por eso los ámbitos de la educación personal varían según la dimensión a que apunte: intelectual, moral, físico, afectivo, teologal, etc.

Por el lado de quien tiene la misión de educar -los padres de manera privilegiada y de manera general el maestro/a-, se le exige no sólo que posea en sí mismo lo que quiere enseñar, sino que sea capaz de comunicarlo, pues “el hombre efectivamente, antes de enseñar, aprende de otro” (I Ethic., lectio 11, n. 7) y enseña tanto la ciencia que ya ha alumbrado en su interior, como la vida buena que ha adquirido por sus hábitos morales o virtudes. Esto abre los dos grandes campos de la educación y que van de la mano: el intelectual y el moral.

En el caso de los padres, no se trata de que enseñen una ciencia demostrativa sino la sabiduría o ciencia de la vida, dado que “el lenguaje del espíritu transmite vitalmente lo que el hombre posee como viviente personal: la experiencia, el recuerdo y el amor” (Francisco Canals). Pues bien, la misión de los educadores, y sobre todo de los padres, siguiendo a Tomás de Aquino, es “la conducción y promoción hasta el estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud” (Comentario IV Sentencias, d. 26, a. 1, in c). Tal promoción pasa por nutrir, instruir, enseñar a caminar por uno mismo hasta lograr la autonomía, que hace posible la virtud o hábito perfectivo.

Las virtudes morales se aprenden especialmente a través del ejemplo, pues “en las acciones y pasiones humanas se cree menos a las palabras que a las obras” (Comentario a la Ética X, l.1, nn.8-10). Y, en segundo lugar, a través de refuerzos positivos o negativos, según sea el caso, para promover el recto uso de la libertad, que en los más pequeños necesita ser orientada para superar la tendencia egocéntrica a escoger lo inmediato, placentero o fácil, contrarrestando el capricho propio de la persona inmadura. Por eso dice que: “Acostumbrando a los hombres mediante preceptos, premios y castigos a realizar obras virtuosas, se hacen virtuosos” (Idem, II, l.1, n.7).

Esa aspiración o finalidad propia de la educación de lograr la madurez humana, además de nutrir las condiciones vitales, necesita de “la instrucción -educación- por lo que se refiere al alma” (Suma contra gentiles, III, c. 122, n. 8). Este énfasis es fundamental para su sentido más propio.

Por otro lado, desde la perspectiva del pedagogo o el maestro, la ciencia se enseña despertando (motivando) y perfeccionando los conocimientos previos para que sean significativos, pues “toda disciplina se hace desde un conocimiento preexistente” (I Com. Analy. Poster, lectio 2, n. 1). Desde el educando o discípulo se puede recorrer ese camino por sí mismo o con ayuda: pues “hay un doble modo de adquirir la ciencia: uno cuando la razón natural llega por sí misma al conocimiento de lo ignorado, y este modo se llama invención. Y otro cuando desde afuera algo apuntala a la razón natural y este modo se llama disciplina” (De Veritate, q. 11 a. 1, in c).

Al servicio de ese aprendizaje guiado se pone la comunicación movida por el amor; amor no sólo a la verdad sino al educando, cuya perfección se busca. Mientas que, por el contrario, una educación movida por fines bastardos, como el dinero o el mero logro de un título o un empleo, aunque sea necesario, no responde a su sentido profundo y traicionaría al receptor.

¿No es tremendamente iluminador recordar que el sentido más propio de la educación es proporcionar al alma el sustento necesario para crecer en lo espiritual? Y por lo mismo, el aprendizaje más profundo y verdadero, ¿no será el que nutra esta dimensión más elevada, vinculada con el sentido y propósito de la vida? Por eso, si para Tomás de Aquino la caridad, entendida como amistad con Dios, es lo que da más valor a todas las virtudes, entonces la educación más plena es la que integra el amor como motor -brotando del amor de Dios y chorreando al prójimo. Esta educación desde el amor no sólo supone y perfecciona la naturaleza humana, sino que la eleva a niveles sobrenaturales, al estado integral de la virtud. Pero exige del educador dejarse iluminar por la ciencia humana y divina y aprender a comunicarla desde el amor, un amor que da luz a la vida. Pues no se ama lo que no se conoce.

Esther Gómez
Directora nacional de Formación e Identidad