Cuando el temor es razonable

La razón manda evitar ciertas cosas y buscar otras”

 

Hablaba hace poco a un grupo de jóvenes sobre el temor al compromiso. Observé que su reacción fue de apertura y de asombro: el conocer el dinamismo interno de nuestros afectos y de la respuesta libre que podemos generar ante los mismos supuso para ellos todo un descubrimiento. Quizás porque son pocos los testimonios que perciben desde la sociedad en general o desde su ámbito más cercano en ese sentido, o quizás porque lo que está de moda es justamente eso, el compromiso con el no compromiso porque se percibe como una pérdida de la libertad de elegir.

Lo que percibí en esos jóvenes, podría extrapolarse. Por eso abramos esta reflexión para conocer qué es el temor como afecto espontáneo, las posibles respuestas desde nuestra toma de postura, consciente y libre, para concluir cuándo es razonable dejarse llevar del temor y cuándo no y tomar así finalmente la mejor decisión moral.

En su tratado sobre las pasiones humanas en la Suma Teológica, Tomás de Aquino aborda, entre ella, el miedo o temor. La define como un afecto provocado al imaginarnos un mal futuro difícil de evitar al que nos parece que se puede resistir. Esta percepción puede provenir de una impotencia o debilidad personal -real o sentida-, o bien por la presencia futura de un mal intenso. Y su efecto espontáneo es evitar lo que se presenta como malo o huir de ello (Cfr. Suma Teológica, I-II, q. 42-45). Algo importante es que, precisamente porque ese temor se genera en nuestro interior de manera espontánea, no voluntaria, como reacción inmediata ante lo que percibimos como mal futuro difícil de evitar, es que no somos responsables de ello. Sentirlo por lo tanto no es ni bueno ni malo. Lo que sentimos ante la cercanía de un volcán en erupción, o ante la posibilidad de sufrir un atraco o de contagiarnos de COVID-19, es una reacción normal, así como el impulso a tomar distancia o a prevenirnos. Pero también podríamos sentir miedo incluso si el volcán está a muchos kilómetros o si salimos simplemente a la calle. Por eso hay que dar un paso más y preguntarse si es “razonable” o no dejarse llevar del miedo y huir para, en lo posible, actuar en consecuencia.

En este punto el aporte de Santo Tomás es muy iluminador al apuntar la necesidad de actuar de acuerdo a lo que somos: personas enriquecidas con un mundo afectivo que requiere ser “iluminado” por la inteligencia y ordenado por una voluntad recta. De esta forma nuestra actuación brotará de nuestro interior y no será un mero dejarse llevar de lo sensible. Entonces estaremos ante un acto humano como tal, en el que ponemos en juego nuestras capacidades propiamente humanas, por las que podemos discernir el bien verdadero del aparente y escogerlo. Dice al respecto: “El bien del acto humano consiste en un cierto orden. Ahora bien: aquí el orden debido reside en que el apetito se someta al régimen de la razón. Y la razón manda evitar ciertas cosas y buscar otras. […] Por tanto, cuando el apetito huye de lo que la razón manda soportar para no desistir de lo que se debe buscar con más fuerza, se da el temor desordenado, y tiene razón de pecado. Por el contrario, cuando el apetito huye por temor de lo que, según la razón, debe huir, entonces el apetito no es desordenado ni hay pecado” (Ibid, II-II, a. 125, a. 1, in c).

La respuesta a la pregunta inicial se muestra más evidente. Es razonable temer y evadir un compromiso con el mal. Pero si es con un bien personal o común verdadero, ese temor podemos y debemos superarlo. Si está provocado por algo sin fundamento en la realidad, fruto quizás de malas experiencias, propias o ajenas, o de creer que de esa manera perdemos la libertad al “hipotecarla” con una opción, entonces lo razonable es afrontarlo y poner los medios adecuados para superarlo y para crecer en la auténtica libertad que se perfecciona cuando optamos por lo que es bueno.

Esther Gómez,

Dirección de Formación e Identidad, UST