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Vida y bien común

La ley humana “tiene carácter de ley en cuanto se ajusta a la recta razón”

Por nuestras características solemos juzgar con mayor objetividad lo que sucede a distancia que lo que nos toca de cerca. En efecto, somos menos parciales cuando nos sentimos afectados por los actos o decisiones que entran en juego. Un juez que tuviese que fallar frente a intereses particulares lo tendría difícil. En temas o decisiones políticas también pasa, según estemos más o menos afectados. Nadie dudaría en juzgar la situación actual de Venezuela como un mal gobierno: hay una mala orientación de la autoridad, en los dirigentes y en los mandos medios, y, por otro lado, se da una reacción entre los ciudadanos que claman ante las injusticias. El choque entre ambas puede provocar algo que todos queremos evitar porque entendemos que es malo: un enfrentamiento civil. La misión para la que existe un gobierno político y que a la vez le legitima, es la búsqueda del bien común, y aquí no se está cumpliendo porque se están privilegiando otros fines, a la vista incompatibles con el bien de la sociedad. Creo que todos coincidiríamos en juzgar como mala e incorrecta esta situación.

En Chile hoy, y nos toca de cerca, no vivimos esa grave situación, pero veamos si aprobaríamos ese examen. Ciertamente, rigen como criterios de referencia las mismas reglas universales, asentadas en el orden moral natural, que deberían marcan el rumbo y la legitimación moral de las decisiones políticas: la búsqueda del bien común. Esto, que parece un poco abstracto, se concreta en la salvaguarda de aquellas condiciones necesarias para la vida digna de todos los miembros de tal sociedad. Sí, aquí están presentes la obligación de velar por la justicia, el orden social y por la paz, además -tema altamente actual- de contribuir a la educación en sus diversos niveles (tarea y deber de los padres a los que debe el Estado ayudar de manera subsidiaria), pero incluye muchas otras cosas, algunas de ellas tan básica y fundamental, como la salvaguarda de la vida humana, que sin ella todo lo demás pierde sentido.

Estos temas los pensó con mucha profundidad Santo Tomás de Aquino, porque en ninguna época ha sido fácil ejercer bien la autoridad. Su criterio es coherente con su realismo filosófico al descubrir en la naturaleza y sus fines, en este caso, de la persona humana, las normas de actuación a las que debiéramos ajustar nuestras decisiones y, por tanto, el uso del libre albedrío. De ahí que la ley humana “tiene carácter de ley en cuanto se ajusta a la recta razón, y en este sentido es claro que deriva de la ley eterna. Por el contrario, en la medida en que se aparta de la razón se convierte en ley inicua y, como tal, ya no es ley, sino más bien violencia” (Suma Teológica, II-II, q. 93, a. 3, ad 2). Por eso su bondad procede de su orientación al bien común: “si el legislador se propone conseguir el verdadero bien, que es el bien común regulado en consonancia con la justicia divina, la ley hará buenos a los hombres en sentido absoluto” (Ibid, q. 92, a. 1, in c).

Respecto a su contenido concreto, y bajando al tema que nos ocupa, sigue diciendo: “hay normas que se derivan de los principios comunes de la ley natural por vía de conclusión; y así, el precepto «no matarás» puede derivarse a manera de conclusión de aquel otro que manda «no hacer mal a nadie»” (Ibid, q. 95, a. 2., in c). Por otro lado, la fuerza de su obligatoriedad procede de su correspondencia con el orden natural, pues “de acuerdo con esta inclinación pertenece a la ley natural todo aquello que ayuda a la conservación de la vida humana e impide su destrucción” (Ibid, q. 94, a. 2, in c).

De lo visto, se puede concluir claramente cómo se debiera legislar acerca de la vida humana: promoviéndola y nunca impidiéndola o cercenándola (a través del aborto). Sin embargo, aunque parece tan evidente, no todos lo ven con claridad cuando se presentan otros intereses como si fueran más relevantes o urgentes, pero que en realidad lo distorsionan. A pesar de lo cual, la gravedad de esta mirada distorsionada queda en evidencia: pues, si se legitima el daño a lo que fundamenta la sociedad, que es la dignidad de cada persona humana y su trato como un bien en sí mismo y no como un medio subordinado a otro u otra cosa, entonces, ¿dónde quedan los límites? Si no los fija la verdad moral que muestra el valor de la persona, sea cual sea su tamaño y su grado de desarrollo en su período vital, y evidente al que lo analiza racionalmente, parece que sólo queda una opción: que se rijan por la arbitrariedad.
Por eso en este examen, ¿aprobaríamos?
Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad