vida eterna

De si hay otra vida

No morimos cuando el corazón deja de latir. Nos espera otra vida, relacionada con esta pero que la supera. Fe y razón unidos en un horizonte infinito.

El paso al 2017 y a la vez los cierres de año en varios ámbitos, generan gran actividad y agobio, pero también nos lleva a cuestionarnos sobre la continuidad de lo que hacemos y, en definitiva, de lo que somos. De hecho, he presenciado algunas conversaciones acerca de si hay una vida después de esta, de tal manera que no sólo le da continuidad a lo que vivimos y somos, sino también da respuesta a un deseo muy profundo de trascender, de no morir, de lo absoluto y de felicidad perfecta.

Alguno quizás piense que esto es demasiado serio y pesimista. Pero, bien mirado, es lo contrario, pues de si hay una vida inmortal dependerá en gran parte el cómo vivamos esta, e incluso de cómo la lleguemos a disfrutar.

En este tema los grandes filósofos han aportado varias luces. Sócrates sabía que no terminaría su vida después de beber la cicuta y tenía la intuición de que se encontraría con los grandes de su pueblo y de que sería muy feliz. Esto porque él moría en paz y fiel a su conciencia, sin que ésta le recriminara mal alguno. Platón también hablaba de la inmortalidad del alma. Aristóteles, a pesar de introducir ciertas distinciones en su concepción del alma y de la inmortalidad, también consideró esta realidad en su filosofía. De ahí que cuando el cristianismo se vincula a la filosofía griega, acoge y asume bastantes conceptos y explicaciones filosóficas que, por ser acordes a la realidad de las cosas y de la fe, podían servir de fundamento teórico y filosófico a lo que se creía. De esta manera, la riqueza doctrinal de la fe cristiana en este punto encontraba una base lógica sólida. Las palabras de Jesús “Yo soy la Resurrección y la Vida, quien crea en Mí vivirá para siempre”, estaban avaladas por la vida y Resurrección de Cristo que de esa manera vencía el pecado y su secuela, la muerte, pero también podrían ser comprendidas de cierta manera. Creer en la vida eterna no era irracional, sino todo lo contrario.

La justificación racional de la inmortalidad de la persona humana no es sencilla, pero es entendible. Santo Tomás se sirve de argumentos poderosos al partir de nuestra constitución esencial: corpórea y a la vez espiritual. Por el cuerpo somos caducos y morimos. Pero no por el alma racional o espiritual. ¿Por qué? Porque ésta es capaz de realizar una actividad que transciende la materia, como pensar y elegir, y porque además, por no estar compuesta de materia, no sufre composición ni corrupción. El hecho de que trascienda la materia se debe a que obra sin ella, y por lo tanto, subsiste sin ella y no se corrompe cuando lo hace el cuerpo. “No hay corrupción allí, donde no hay contrariedad; puesto que la generación y la corrupción suponen elementos contrarios, combinados por aquella y disueltos por ésta” (Suma Teológica, Ia, q. 75, a. 6).

Da además otra prueba a partir “del deseo que naturalmente tiene cada ser de existir en su modo de ser. El deseo en los seres inteligentes es consecuencia del conocimiento. Los sentidos no conocen el ser sino en lugar y tiempo determinados, pero el entendimiento los conoce absolutamente y en toda su duración: por cuya razón todo ser dotado de entendimiento desea naturalmente existir siempre: y, como el deseo natural no puede ser vano, síguese que toda sustancia intelectual es inmortal” (Idem).

No morimos cuando el corazón deja de latir. Nos espera otra vida, que tiene que ver mucho con esta pero que la supera. Fe y razón unidos en un horizonte infinito. ¿No es esperanzador? Y además, es un regalo gratuito de amor de Aquel que nos hizo a su imagen y semejanza.

Esther Gómez de Pedro
Directora Nacional de Formación e Identidad